
Hace unos días, paseando por el acantilado que separa Son Bou de la cala Sant Llorenç, recordé una vieja anécdota familiar que me contaron siendo niño y a la que siempre le he tenido cariño. Las historias familiares son una fuente continua de sabiduría y sirven, además, como inspiración literaria. La protagoniza mi bisabuelo Michel, personaje mítico del que ya hablé en mi artículo del mes pasado. Para adquirir las adecuadas coordenadas espaciotemporales, la acción transcurre en el pueblo de Alayor, en una década indeterminada de la primera mitad del siglo XX.
Como sabrá el lector, en Menorca todos contamos con un nombre, dos apellidos y, además de los posibles apodos individuales, de una especie de nombre familiar o «malnom», que tiene que ver con unas relaciones más laxas, más antiguas, una especie de parentesco desdibujado. Mi bisabuelo, Michel Pons Mercadal, era Mana. Supongo que yo también lo soy, aunque quizás no de pura raza. Esta familia en sentido amplio tenía entonces alguna rama un poco menos intelectual y algo más expeditiva.
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