Los Príncipes de Serendip

Como nota introductoria, este texto es la puesta en práctica de mi derecho de réplica ante un agravio ignominioso que afecta a todos los menorquines en general, y a mí en particular. Sirva esta noticia como breve resumen para los lectores rezagados.


¿Conocen la palabra serendipia? Aunque suene extraña, consta desde hace unos años en el diccionario: es el hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual. Debe su curioso nombre al topónimo originario de la isla de Ceilán, y supongo que define perfectamente el momento eureka que vivió el felón Vilafranca al averiguar mi intención de salir de viaje y orquestar su maniobra. Desconozco los medios mediante los cuales llegó a tener esta información, aunque los imagino. En cualquier caso, ahora que han pasado un par de días de reflexión, expondré el orden cronológico de los acontecimientos para que cada cual llegue a sus propias conclusiones.

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Un principito apócrifo

mensaje en una botella

Encontré el pasado fin de semana, en una visita dominical a la playa, una botella flotando junto a la orilla, con un mensaje dentro. Esperando que fuese, como mínimo, el mapa de un tesoro o, en el peor de los casos, un náufrago pidiendo ayuda o una sirena mandando cartas de amor a algún marinero, me zambullí en las frías aguas para recuperarlo. Una vez abierta la botella, lo que encontré, sin embargo, parecía ser parte de un capítulo inédito, aunque sin firma, de “Le petit prince”, la obra más famosa de Antoine de Saint-Exupéry. Su avión cayó en el Mediterráneo, no muy lejos de nuestras islas, hace ya ochenta años, quizás abatido por los nazis, por lo que no sería descabellado pensar que este fragmento fuese auténtico, secuestrado por el mar hasta el día de hoy. Me ha parecido una lectura muy interesante, así que he decidido compartir esta traducción libre.

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De Odiseas posibles

Odisea de Ulises

Ουδείς προφήτης στον τόπο του

Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el Ponto, en cuanto procuraba salvar su vida. ¡Oh diosa, hija de Zeus! Cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas.

Aunque, por más que le preguntase Homero, jamás se lo confirmara la Musa, no es descartable que Ulises, en su largo periplo de regreso a casa, recalase con su negra nave en la isla de Menorca. Al final, los vientos eran y son caprichosos, y si la ruta desde Troya hasta Ítaca le pudo llevar hasta las costas de Sicilia, Cerdeña, Djerba (Túnez) o el Gozo (Malta), bien podrían haberle arrastrado hasta las nuestras. La ninfa Calipso supo retener al ingenioso marinero durante siete años en Ogigia, por lo que tampoco resultaría sorprendente que recalase después en Menorca a tomarse un descanso: quizás fueran menorquines los cantos de sirena… Los diez largos años de su viaje de retorno dieron para mucho, así que una breve visita menorquina no debería descartarse como posibilidad.

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La isla de los monipodios

Para A., por prestarme unos zapatos que he tardado diez años en calzarme.

Hace mucho, mucho tiempo, aunque tampoco tanto como para no recordarlo, en una pequeña isla de nombre desconocido en medio de un inmenso mar, vivía un pueblo honesto, sencillo y trabajador. Estar en el margen de la geografía les había dejado, también, al margen de la historia, más allá de algunos acontecimientos remotos que habían salpicado, siglos atrás, sus costas. De espaldas al mundo y a sus problemas, la isla era cuna de unas gentes humildes que cultivaban la tierra, criaban ganado, pescaban y se dedicaban a oficios tradicionales, como hicieron sus padres y, antes que ellos, sus abuelos, desde el principio mismo de los tiempos.

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De barcos y tablas

Los antiguos filósofos griegos, que disponían de más tiempo que nosotros para ejercitar el noble deporte de pensar, se especializaron en crear paradojas como herramientas para estimular el debate intelectual. Una de las más conocidas es la del barco de Teseo. El héroe Teseo, cumplidas sus aventuras, regresó en su barco desde Creta a Atenas. Ese barco, convertido ya en ceremonial, se conservó durante siglos. De forma periódica, se iban sustituyendo tablas y otros elementos de la embarcación a medida que se hacía necesaria su reparación. Y ahí surge la pregunta: con todos esos cambios y sustituciones a lo largo de siglos, ¿seguía siendo el mismo barco con el que volvió Teseo? Llevado el argumento al límite, cuando se hayan sustituido todos y cada uno de los elementos originales de la embarcación por otros nuevos, ¿estamos aún ante el barco original? El lector más perspicaz se habrá dado cuenta ya de que los griegos hablaban, en definitiva, de la identidad. ¿Qué la construye? ¿De qué está hecha la identidad? ¿Dónde radica?

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De favores familiares

Hace unos días, paseando por el acantilado que separa Son Bou de la cala Sant Llorenç, recordé una vieja anécdota familiar que me contaron siendo niño y a la que siempre le he tenido cariño. Las historias familiares son una fuente continua de sabiduría y sirven, además, como inspiración literaria. La protagoniza mi bisabuelo Michel, personaje mítico del que ya hablé en mi artículo del mes pasado. Para adquirir las adecuadas coordenadas espaciotemporales, la acción transcurre en el pueblo de Alayor, en una década indeterminada de la primera mitad del siglo XX.

Como sabrá el lector, en Menorca todos contamos con un nombre, dos apellidos y, además de los posibles apodos individuales, de una especie de nombre familiar o «malnom», que tiene que ver con unas relaciones más laxas, más antiguas, una especie de parentesco desdibujado. Mi bisabuelo, Michel Pons Mercadal, era Mana. Supongo que yo también lo soy, aunque quizás no de pura raza. Esta familia en sentido amplio tenía entonces alguna rama un poco menos intelectual y algo más expeditiva.

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Del verano, los colores y las palabras

Colores

Pasadas las tumultuosas semanas de la campaña electoral y su cada vez más larga precampaña, por fin podemos relajarnos, ponernos en modo veraniego e ir pensando en todo lo bueno que se acerca: la playa, las fiestas, las vacaciones (para quien las tenga, claro), los días más largos, el buen tiempo… Viendo en el espejo mi reflejo esta mañana, me he dado cuenta de la palidez electoral que todavía arrastro y mi voz interior me ha hecho un ultimátum sobre la inaplazable necesidad de ponerme al sol para ir adquiriendo un color a tono con la época estival.

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Ocho mil millones de vecinos

En este mes de diciembre, lleno de festividades y celebraciones navideñas, tenemos una efeméride mucho más importante a la que atender: el planeta Tierra ha triturado todos los récords anteriores y ha alcanzado la cifra de 8.000 millones de habitantes. Por poner esta cifra en contexto, la población en 1975 apenas alcanzaba los 4.000 millones, o lo que es lo mismo, en menos de cincuenta años se ha duplicado. Como especie, es todo un logro: los humanos hemos colonizado el planeta y, poco a poco, domesticado todas las amenazas que nos acechaban, salvo a nosotros mismos. Como sociedad, sin embargo, supone un reto inigualable: la humanidad necesita en términos globales más agua, más alimentos y más energía que nunca, por referirme únicamente a las necesidades más básicas para preservar la vida. En un contexto de cambio climático acelerado que, además, impacta de forma asimétrica a los distintos territorios, esto supone un problema insalvable, cuyas consecuencias son ya innegables y tienen impacto en las vidas de muchísimas personas.

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