Del tamagotchi de Aristóteles

Aristóteles con un tamagotchi

No sé si recordarán los tamagotchis. Eran unos juguetes electrónicos que salieron al mercado en 1996 y causaron furor entre los más jóvenes. Creados por la multinacional japonesa Bandai, se vendieron más de 40 millones de unidades en apenas dos años. El éxito fue imitado con innumerables versiones y nuevas generaciones del original, hasta llegar a nuestros días, con casi 100 millones de tamagotchis vendidos.

Y, a todo esto, ¿qué es un tamagotchi? Pues se trata de la primera mascota virtual. Un sencillo ser de existencia electrónica al que se debe cuidar, alimentar, acicalar y atender para que crezca feliz. En función de la calidad de nuestros cuidados y atenciones, el bebé indefenso se convierte en un niño bueno o revoltoso, que dará lugar después a un adolescente más o menos complicado, que finalmente llegará a una edad adulta arrastrando su correspondiente dosis de traumas infantiles.

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De barcos y tablas

Los antiguos filósofos griegos, que disponían de más tiempo que nosotros para ejercitar el noble deporte de pensar, se especializaron en crear paradojas como herramientas para estimular el debate intelectual. Una de las más conocidas es la del barco de Teseo. El héroe Teseo, cumplidas sus aventuras, regresó en su barco desde Creta a Atenas. Ese barco, convertido ya en ceremonial, se conservó durante siglos. De forma periódica, se iban sustituyendo tablas y otros elementos de la embarcación a medida que se hacía necesaria su reparación. Y ahí surge la pregunta: con todos esos cambios y sustituciones a lo largo de siglos, ¿seguía siendo el mismo barco con el que volvió Teseo? Llevado el argumento al límite, cuando se hayan sustituido todos y cada uno de los elementos originales de la embarcación por otros nuevos, ¿estamos aún ante el barco original? El lector más perspicaz se habrá dado cuenta ya de que los griegos hablaban, en definitiva, de la identidad. ¿Qué la construye? ¿De qué está hecha la identidad? ¿Dónde radica?

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De impostores e imposturas

Pauline Clance, Georgia State University, 1985

Hablaba en un artículo anterior de las nefastas consecuencias del efecto Dunning-Kruger, que consiste en la que las personas con menores competencias son las que, sistemáticamente, sobrevaloran su capacidad, mientras que, por el contrario, las más competentes son quienes subestiman sus propias habilidades. Ligado con el Principio de Peter, las posibilidades para el desastre eran casi infinitas.

La mente es una herramienta maravillosa, con una plasticidad inabarcable, con una imaginación inacabable, pero, precisamente, por su complejidad, es también susceptible de errores de autoapreciación o, si me permiten, de autoevaluación, que más allá de Dunning-Kruger, pueden ser también dramáticos para quien los padece.

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De memes y memos

Anís del Mono - con Darwin

No hay nada más contagioso que una idea. Ni hay mascarilla ni guantes que prevengan su propagación. Sin embargo, siempre se puede dificultar o ralentizar su contagio con vacunas adecuadas, como la censura, el fanatismo, los prejuicios, los bulos, la posverdad y los infinitos disfraces que adopta la desinformación, aunque ninguna de ellas sea del todo efectiva a largo plazo. Las malas ideas, e incluso las ideas falsas, también se contagian con la misma facilidad, y ahí es donde se agazapa el peligro. Saludos desde aquí a los terraplanistas, por cierto.

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De afectos y efectos

Laurence J. Peter

Hoy quiero hablarles de un concepto básico para entender el mundo en el que vivimos y, en la medida de lo posible, sobrevivir a nuestros prójimos y a nosotros mismos: el efecto Dunning-Kruger. Pese a lo sonoro de su nombre, lo que describieron los psicólogos David Allan Dunning y Justin S. Kruger en 1999 es un curioso sesgo cognitivo que sufrimos todos y que tiene que ver con cómo valoramos nuestras propias capacidades. Lo que descubrieron estos investigadores en 1999 es que las personas con competencias limitadas en cierta materia tienden a sobrevalorar sus propias capacidades, mientras que las personas con competencias muy desarrolladas, por el contrario, tienden a infravalorarlas. Aunque el efecto fue probado inicialmente en competencias concretas, como el razonamiento lógico, la gramática y habilidades sociales, se ha demostrado que está presente en otros muchos ámbitos de conocimiento, como en los negocios, la política, la medicina, la conducción, la memoria espacial o incluso las capacidades de lectura.

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De narrativas y realidades

Hércules

El mundo que nos rodea es terriblemente complejo y nuestra mente una máquina muy ahorrativa en cuanto a consumo de energía. Analizar la realidad hasta sus últimas consecuencias es un proceso largo, difícil y, sobre todo, tedioso, probablemente fuera del alcance de ese litro y medio de gelatina densamente interconectada que llevamos entre las orejas. Sin embargo, vivir es tratar de entender esa realidad para ajustarnos a ella, luchar en su contra o tratar de transformarla.

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De favores familiares

Hace unos días, paseando por el acantilado que separa Son Bou de la cala Sant Llorenç, recordé una vieja anécdota familiar que me contaron siendo niño y a la que siempre le he tenido cariño. Las historias familiares son una fuente continua de sabiduría y sirven, además, como inspiración literaria. La protagoniza mi bisabuelo Michel, personaje mítico del que ya hablé en mi artículo del mes pasado. Para adquirir las adecuadas coordenadas espaciotemporales, la acción transcurre en el pueblo de Alayor, en una década indeterminada de la primera mitad del siglo XX.

Como sabrá el lector, en Menorca todos contamos con un nombre, dos apellidos y, además de los posibles apodos individuales, de una especie de nombre familiar o «malnom», que tiene que ver con unas relaciones más laxas, más antiguas, una especie de parentesco desdibujado. Mi bisabuelo, Michel Pons Mercadal, era Mana. Supongo que yo también lo soy, aunque quizás no de pura raza. Esta familia en sentido amplio tenía entonces alguna rama un poco menos intelectual y algo más expeditiva.

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De libros y recuerdos

Pertenezco a la cuarta generación de lectores de mi familia. Desde mi bisabuelo hasta mí fluye ese amor incondicional por los libros que se manifiesta en algo tan tangible y cierto como la biblioteca familiar, que ha pasado de padres a hijos, dejando a cada uno de ellos la obligación de cuidarla, de mimarla, de leerla y, en la medida de lo posible, de ampliarla de acuerdo con sus propias inquietudes.

El mérito es, evidentemente, de mi bisabuelo, ya que fue esa rara avis: un lector espontáneo, nacido en una familia humilde y con una cultura modesta. Labriego hasta cierto punto acomodado, propietario de la tierra que trabajaba, no dejó de leer, de aprender, de coleccionar libros en un pueblo donde aún no había librerías. Su amor al conocimiento, su afán por aprender, le dieron fama de personaje excéntrico, estrafalario, opinión que todavía hoy persigue a mi familia y que también he tenido que arrostrar toda mi vida.

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De gatos y espíritus

Gatitas

Mi gata es ya muy mayor. Ni ella ni yo tenemos muy clara su edad, pero estoy convencido de que tiene más de veinte años. Conserva intacta su curiosidad y siempre ha sido muy cariñosa, aunque se le nota que últimamente ha perdido una cierta agilidad. Digo mi gata, aunque en realidad todos los que nos relacionamos con los felinos sabemos que los gatos son solo suyos y de nadie más. Me corrijo por tanto: la gata que vive en mi casa es muy mayor. No puedo contar su historia, ya que en realidad sólo he sido testigo de una fracción minúscula de su vida. Fue primero la gatita de mis abuelos, después la gatita de mi padre y ahora es mi gatita, o, lo que es lo mismo, ha sido siempre la gata guardiana de la casa familiar y su jardín.

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