
Empiezo mi colaboración de este mes con una merecida disculpa a los lectores de la revista: he releído mis artículos de los últimos meses y, aunque no están demasiado mal escritos y habrá incluso quien pueda considerarlos interesantes, reconozco que no me parecen lo suficientemente entretenidos. Quizás he perdido un punto de frescura desde que empecé a publicar aquí, así que, para compensar el error, creo que marzo, que nos anticipa ya la primavera, es un buen momento para cambiar de registro, alejarnos un poco de la actualidad, de los problemas, e intercalar una pieza más breve, más literaria, algo fantástica, de ficción, con la que pedir perdón a mis atentos, sufridos e incondicionales lectores. Espero de todo corazón que os guste y, con un poco de suerte, os sorprenda. Os confesaré que a mí, desde luego, me sorprendió mucho escribirla.
Ayer por la noche fui a la vieja casa familiar a recoger algunos libros que tenía que consultar. Llevaba un par de semanas sin pasar por allí por culpa de mi trabajo. Siempre estoy demasiado ocupado.
Al entrar en el salón me encontré otra vez a mi padre sentado en su butaca favorita, ojeando un periódico mientras fumaba un cigarrillo mentolado. Reconozco que siempre me ha gustado ese olor: me recuerda a mi infancia. Se alegró de verme, pero siempre me ha costado interpretar las emociones de mi padre y, últimamente, mucho más. No me sentía cómodo.
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