Los antiguos filósofos griegos, que disponían de más tiempo que nosotros para ejercitar el noble deporte de pensar, se especializaron en crear paradojas como herramientas para estimular el debate intelectual. Una de las más conocidas es la del barco de Teseo. El héroe Teseo, cumplidas sus aventuras, regresó en su barco desde Creta a Atenas. Ese barco, convertido ya en ceremonial, se conservó durante siglos. De forma periódica, se iban sustituyendo tablas y otros elementos de la embarcación a medida que se hacía necesaria su reparación. Y ahí surge la pregunta: con todos esos cambios y sustituciones a lo largo de siglos, ¿seguía siendo el mismo barco con el que volvió Teseo? Llevado el argumento al límite, cuando se hayan sustituido todos y cada uno de los elementos originales de la embarcación por otros nuevos, ¿estamos aún ante el barco original? El lector más perspicaz se habrá dado cuenta ya de que los griegos hablaban, en definitiva, de la identidad. ¿Qué la construye? ¿De qué está hecha la identidad? ¿Dónde radica?
No hay una respuesta única, por más que Heráclito y Platón, hace ya veinticinco siglos, le dieron muchas vueltas al tema, hablando de identidad cualitativa e identidad numérica. Aristóteles trató de sistematizar y sofisticar la identidad con su teoría de las causas: formal, material, final y eficiente. Pero no estamos aquí para hablar de estos venerables maestros.
Lo que quiero preguntar es más concreto: ¿en qué consiste ser menorquín? ¿dónde radica la identidad isleña? ¿de qué elementos emana? Como en la paradoja del barco de Teseo, no hay una respuesta única y válida.
En la construcción de una identidad siempre hay un discurso dominante que corresponde a una realidad convencional, pactada. Pero estas realidades, irremediablemente, mutan. Van cambiando con el tiempo y los discursos sufren una inevitable deriva, hasta parecerse muy poco al original. Las tablas de la embarcación, por así decirlo, van cambiando una a una.
Probablemente la población talayótica tenía un sentimiento propio de pertenencia, una serie de coordenadas culturales además de geográficas que construía su identidad y les diferenciaba del resto del mundo. Las posteriores dominaciones y migraciones trajeron cada una su cultura propia, acumulándose como sedimentos, unos más amplios y otros más ligeros, configurando en cada momento una identidad, percibida seguramente como inmutable por cada generación de menorquines, pero sin duda dinámica desde la perspectiva que nos da la historia.
Por ejemplo, varios siglos de dominio musulmán dan cabida a muchas generaciones nacidas y criadas en la misma isla, mestizadas con la población original y la que llegó después. ¿Se sentían menorquines? ¿Se sentían diferentes del resto del mundo por motivos propios y evidentes? Seguro que fue así. Y, sin embargo, rezar hacia la Meca o hablar árabe, no les hacía, a sus ojos, menos menorquines.
La construcción de una identidad propia en una isla resulta algo natural: hay una barrera natural, física, que separa su territorio. Ese mar que rompe la continuidad territorial es el que también actúa como frontera entre las personas, entre las ideas, y es el que propicia esa diferenciación cultural, de costumbres, que tiene como resultado la creación de una identidad propia.
De ahí que las culturas insulares adopten rápidamente peculiaridades propias, pese a construirse sobre los sustratos de las culturas en las que crecieron las personas que llegaron hasta aquí. Ese crisol de diferentes herencias, enmarcado por el mar, produce una cultura propia o, si lo prefieren, una identidad.
Cada una de las viejas tablas de esa identidad, con el tiempo, decae y se ve diligentemente sustituida por otra nueva, seguramente con otro origen, pero que acaba encajando en ese barco histórico para ser, en algún momento posterior, sustituida a su vez.
En algunos momentos, la tramontana ha arrastrado nuestro barco contra los bajíos y se han roto con el impacto muchísimas tablas viejas, sustituyéndose de golpe unas cuantas de ellas por otras nuevas para evitar el hundimiento. Tras esos choques violentos, el barco consigue seguir a flote, aunque materialmente cambie una parte del mismo. Así ha sucedido con las dominaciones, con las conquistas, con todos los conflictos bélicos que, de una forma u otra, han acabado haciendo escala en nuestras costas.
Y, sin embargo, siempre ha emergido una identidad, almazuela remendada con los retazos que sobreviven de las identidades precedentes y de todo lo nuevo que llega, sea de forma pacífica o impuesta. En cada momento Menorca ha sabido tener una identidad propia, generar su canon de pertenencia, ese sentimiento compartido de lo que es ser menorquín y sentirse como tal.
Pero esa amplia frontera azul y blanca que separaba aquello de esto, lo foráneo de lo propio, lleva décadas perdiendo distancia. No es el que el mar lo sea menos, sino que las ideas viajan ya mucho más rápido de lo que lo hace el viento. La mejora de los medios de comunicación y, sobre todo, la pervasividad de Internet, que hace de este mundo una auténtica aldea global, provocan que estemos mucho más expuestos a un pensamiento global, unificador de ideas, valores y creencias.
Nuestro propio llaüt menorquín de Teseo, que, con sus vicisitudes, ha sabido mantenerse a flote durante milenios, está cambiando a un ritmo nunca visto, sustituyendo sus tablas -algunas de ellas ancestrales y venerables, pero todavía en buen estado- por fibra de vidrio, absolutamente estandarizada, industrial, impecable, y desprovista de cualquier carácter, color o particularidad. Comprada por internet, nos llega a domicilio al mejor precio. No es necesariamente peor, al contrario: es más eficiente, viene con garantía de estanqueidad y de durabilidad, y ha sido probada antes en otros muchos barcos. Tendremos un barco más eficiente, sí, aunque ¿a qué precio? Sin duda, este barco es cada vez menos el nuestro. O, quizás, nosotros somos cada vez menos los que éramos. Esta embarcación no es ya la vieja barca de mi tío Juan, con la que salíamos de Es Grau hacia S’Arenal d’en Moro, sin prisas, dispuestos a pasar una larga tarde de verano frente al mar y merendar allí juntos en familia. O quizás yo no soy ya aquel niño que creía ilusionado en tantas cosas y cuyo mundo alcanzaba solo desde Mahón a Ciutadella.
Publicado en la revista Ciutadella de Franc del mes de mayo de 2024.