Del verano, los colores y las palabras

Colores

Pasadas las tumultuosas semanas de la campaña electoral y su cada vez más larga precampaña, por fin podemos relajarnos, ponernos en modo veraniego e ir pensando en todo lo bueno que se acerca: la playa, las fiestas, las vacaciones (para quien las tenga, claro), los días más largos, el buen tiempo… Viendo en el espejo mi reflejo esta mañana, me he dado cuenta de la palidez electoral que todavía arrastro y mi voz interior me ha hecho un ultimátum sobre la inaplazable necesidad de ponerme al sol para ir adquiriendo un color a tono con la época estival.

Especulando sobre la realidad, como corresponde hacer a cualquier escritor, por embrionario que sea, he dejado mi mente divagar a su aire, pensando en que quizás me favorecería más un tono azulado, o incluso un color verde esmeralda. Está claro que nuestra piel no tiene esas capacidades y lo único que hace es acumular más o menos melanina, que en definitiva, no es más que una veladura respecto a nuestro interior orgánico.

Dándole vueltas a esta hipótesis multicolor, he recordado un problema que trae locos a científicos y filósofos desde hace bastante tiempo: que yo identifique un color como verde y que otra persona también lo haga no garantiza en absoluto que lo veamos igual. Por aclarar un poco este galimatías conceptual pondré un ejemplo: quizás lo que yo veo como verde en mi mente es visto por mi vecino como yo veo el color naranja, aunque ambos coincidamos en etiquetarlo como «verde».

No estoy hablando aquí de las personas que sufren de daltonismo y no pueden distinguir los mismos colores que el resto, ni tampoco de las personas que tienen tetracromatismo y, en principio, podrían ver más colores que la población mayoritaria, los que nos conformamos con el tricromatismo y sus aburridos conos S, M y L (además de los bastoncillos, claro).

A lo que me refiero aquí es a que cuando nacemos no distinguimos los colores. Aprendemos a identificarlos hacia el final del primer año de vida, aunque normalmente no podemos nombrarlos hasta los dos años. Por lo tanto, es un aprendizaje y nada nos permite suponer que los colores que yo veo se parezcan en absoluto a los que estás viendo tú, querido lector. Tu mente, cuando tenía un año, asignó una percepción al azar a cada frecuencia de onda del espectro de luz visible. Es decir: algo tan básico y fiable desde un punto de vista subjetivo como los colores resulta ser también algo cambiante, que es quizás una experiencia única e irrepetible para cada humano. De ahí quizás las distintas preferencias que mostramos todos en este sentido o las polémicas en internet sobre el color de aquel vestido viral.

La pirueta intelectual se complica aún más cuando recupero la hipótesis del relativismo lingüístico. Aunque suene muy complicado, la idea básica es muy fácil de explicar: cuando pensamos, en general lo hacemos sirviéndonos de palabras. Es decir: nuestro proceso racional consciente es un proceso verbal, una ilación de palabras, por lo que la materia prima del pensamiento es el lenguaje. Por lo tanto, nuestra capacidad de pensar o, al menos, de acceder a determinadas ideas, depende de disponer de las palabras oportunas para hacerlo. En esto consiste la hipótesis de Sapir-Whorf, aunque tiene una variante fuerte y una variante débil.

Según la variante fuerte, la lengua determina el pensamiento y, por lo tanto, las categorías lingüísticas condicionan las categorías cognitivas. Casi nada. Según la variante débil, simplemente afectaría al pensamiento y el idioma podría introducir sesgos en los procesos cognitivos.

¿Qué quiere decir todo este galimatías? Pues al final, que el idioma y nuestras capacidades lingüísticas condicionan absolutamente nuestra visión del mundo. El ejemplo que utilizó Whorf para justificar su hipótesis es muy gráfico: en nuestro idioma tenemos una sola palabra para referirnos a la realidad física de lo que es la nieve. El pueblo inuit -los esquimales, para entendernos- disponen de más de cincuenta palabras distintas para referirse a la nieve, todas ellas sutilmente diferentes, con características propias distintivas. Donde nosotros veríamos nieve y manejaríamos un único concepto mental, ellos disponen de una riqueza inimaginable de matices, por lo que efectivamente no ven, ni piensan ni pisan la misma nieve que nosotros. Durante siglos, ser capaces de ver esos matices les ha permitido sobrevivir en un entorno con una de las condiciones más adversas del mundo.

Volviendo al ejemplo de los colores, hay otro buen ejemplo de relativismo lingüístico: si le preguntásemos a un ciudadano ruso cuántos colores hay en el arcoíris, nos diría que ocho, mientras que nosotros, por más vueltas que le demos, solo vemos siete. Esto es así porque en ruso distinguen entre голубой y синий, respectivamente azul claro y azul oscuro, pero que entienden como colores totalmente separados, no como tonalidades distintas de un mismo color, como haríamos nosotros.

Aritmética de colores aparte, lo que sí parece claro es que el lenguaje afecta de una forma directa y tangible a la forma en que pensamos y, por lo tanto, a la forma en la que vemos el mundo. Estamos por tanto ante un nuevo ejemplo de subjetividad mayúscula e intrasferible: cada idioma tiene necesariamente una cosmovisión que le es propia; cada persona, en función de su vocabulario, un nivel de penetración de la realidad diferente. Si no conocemos la palabra asociada a un concepto, pensarlo puede no ser tarea fácil.

De ahí que la batalla del lenguaje sea una de las preferidas en el juego político, porque las palabras tienen asociada una forma de entender el mundo, unos valores. Cuando aprendo una palabra nueva estoy ampliando las fronteras de mi pensamiento, adquiriendo un nuevo concepto con el que entender y diseccionar la realidad. Esto es tan cierto que, de hecho, cuando aprendemos un nuevo idioma desarrollamos una personalidad distinta, separada de la de nuestro idioma materno y, atención, con valores diferenciados y una forma de ver el mundo también diferente. Luna, Ringberg y Peracchio, de la Universidad de Wisconsin-Milwaukee fueron capaces de demostrar esto de forma cuantitativa. Lo que no hicieron estos investigadores, afortunadamente, es determinar en qué idioma era uno mejor persona…

De gustibus et coloribus non est disputandum, decían los antiguos romanos, mientras que nosotros empleamos la más corta “para gustos, los colores”. Una vez definidos los colores políticos de nuestras instituciones más cercanas para los próximos cuatro años, no queda otra que insistir en la misma idea central del artículo: no todos los vemos igual, aunque les pongamos un mismo nombre.

Como conclusión, creo que haría bien en escaparme este próximo fin de semana a la playa y aprovechar para ponerme un poco moreno, sin tratar de identificar el color exacto de cada uno de los bañistas ni reflexionar nada más al respecto. Ni tú, querido lector, ni yo, estamos en condiciones de soportar otra parrafada de mi monólogo interior como la de hoy. Si te animas a ir a la playa tú también, asegúrate de llevar contigo un buen libro: quizás en él encuentres la palabra necesaria para encontrar ese pensamiento que nos permita entenderlo todo. Feliz inicio de verano.

Publicado en la revista Ciutadella de Franc del mes de junio de 2023.