
Mi primer recuerdo, o, mejor dicho, el recuerdo que creo más antiguo, transcurre en el salón de la vieja casa familiar. En él, sentado en una ajada butaca, a la que el sol de muchos años ha prestado un color indefinido, entre burdeos y granate, hay un hombre mayor, tan mayor que ya no es viejo, sino remoto, antiguo. Enjuto, seco de carnes, con la piel curtida del labrador y la mirada profunda, lejana, de quien mucho ha visto y mucho ha olvidado ya. Viste un pantalón de pana marrón, camisa de algodón que podría haber sido blanca y chaqueta de lana gris, calzados los pies en unas zapatillas de andar por casa, sin calcetines. Está fumando en su vieja pipa, último placer al que ni su médico ni su hija han conseguido que renuncie. En su cara, entre las arrugas que casi noventa años de vida han esculpido, se va formando una sonrisa que le devuelve el brillo a su mirada: un niño muy pequeño, de poco más de dos años, sentado en su regazo, se agita inquieto.
(más…)