El que tiene más es el que está contento con menos.
— Diógenes
A J. —por ponerle un nombre— ya nadie le llama J. Perdió ese derecho cuando dejó de ser una persona para convertirse en un personaje. J., al que todos conocen hoy por otro nombre, podría ser mi vecino o el suyo. Quizás incluso lo sea y usted no lo sepa aún.
J. nació demasiado tarde para ser una víctima propiciatoria de la epidemia que diezmó la juventud en los ochenta. Y demasiado pronto como para disculpar hoy su conducta por ser joven. Son muchos los factores que pueden explicar como aquel J. se convirtió en este J., pero, en realidad, son irrelevantes. No porque no sean importantes, sino porque solo son de J. y no nuestros, por más que nos guste cargar con culpas ajenas.
No. No hay aquí una hermosa historia de redención: la realidad siempre es más cruda y, probablemente, también más compleja y didáctica. Quienes le conocen, saben que J. no es mala persona, que no tiene un gramo de malicia, pero desgraciadamente me dicen que sigue consiguiendo gramos de otras muchas cosas que no le hacen bien.
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