Ocho mil millones de vecinos

En este mes de diciembre, lleno de festividades y celebraciones navideñas, tenemos una efeméride mucho más importante a la que atender: el planeta Tierra ha triturado todos los récords anteriores y ha alcanzado la cifra de 8.000 millones de habitantes. Por poner esta cifra en contexto, la población en 1975 apenas alcanzaba los 4.000 millones, o lo que es lo mismo, en menos de cincuenta años se ha duplicado. Como especie, es todo un logro: los humanos hemos colonizado el planeta y, poco a poco, domesticado todas las amenazas que nos acechaban, salvo a nosotros mismos. Como sociedad, sin embargo, supone un reto inigualable: la humanidad necesita en términos globales más agua, más alimentos y más energía que nunca, por referirme únicamente a las necesidades más básicas para preservar la vida. En un contexto de cambio climático acelerado que, además, impacta de forma asimétrica a los distintos territorios, esto supone un problema insalvable, cuyas consecuencias son ya innegables y tienen impacto en las vidas de muchísimas personas.

El cambio climático no es la simple escalada generalizada del mercurio en los termómetros, sino que tiene aparejados otros muchos efectos que son cada vez más evidentes: deshielo de los casquetes polares y aumento del nivel del mar, lo que afecta a las regiones costeras; cambios severos en los regímenes pluviométricos que producen inundaciones catastróficas en unos territorios y sequías severas en otros muchos, que provocan cuantiosas pérdidas de cultivos, cuando no hambrunas generalizadas; virulencia inusitada de determinados fenómenos atmosféricos, cada vez más violentos e imprevisibles… No es un panorama nada halagüeño que, además, impondrá nuevas dinámicas poblacionales, con grandes movimientos migratorios que van mucho más allá del actual goteo constante a través de las fronteras o el drama de los terribles viajes en patera hasta Europa.

Esta explosión demográfica es, sin duda, la mayor amenaza sobre la biosfera del planeta. Podemos reciclar, podemos reducir nuestro consumo, mejorar la eficiencia energética, ahorrar consumo de agua, podemos apostar por la economía circular, pero en tanto la población siga creciendo, crecerá también el consumo de recursos y, con él, el efecto invernadero, la polución atmosférica, la contaminación del agua por microplásticos, etc. Pero en la última COP sobre el clima, celebrada en Egipto este mes pasado, no se ha hablado de demografía, no se ha hablado de control de población, solo de reducir el consumo de hidrocarburos fósiles y paliar con dinero los efectos del cambio climático, lo que no deja de ser muy necesario pero no cambia la realidad.

Y mientras Asia, África y Latinoamérica no dejan de crecer en términos demográficos, gracias a la paulatina expansión de los adelantos médicos y una mejora generalizada de las condiciones de vida, la vieja Europa languidece, ahogada en su propia riqueza, cada vez más envejecida gracias a una esperanza de vida que no deja de aumentar gracias, precisamente, al progreso de la medicina, una mejor alimentación y la mayor concienciación sobre la salud y los hábitos saludables.

Adam Smith, padre de la economía clásica y, de profesión, comisario de aduanas, hablaba ya en su obra clásica, “La riqueza de las naciones”, de las bondades de la división del trabajo y, en clave internacional, de la especialización internacional: hay países mejores que otros para producir determinados productos debido a diferentes factores. Si me permiten la osadía, aplicando su teoría al contexto presentado antes, queda claro que hay países mejores que nosotros produciendo humanos en grandes cantidades, mucho más productivos que la vieja Europa, que tiene un crecimiento vegetativo cercano a cero o incluso negativo: muren más personas de las que nacen. Así las cosas, resulta imposible el tan cacareado “relevo generacional”, por lo que el Viejo Mundo no tiene otro remedio que importar la materia prima que le falta: personas. Personas imprescindibles para mantener los servicios funcionando, personas necesarias para trabajar en todos los sectores, pero especialmente en aquellos en los que nosotros ya no queremos trabajar. Por lo tanto, el mecanismo funciona con un doble estímulo: por una parte hay personas que abandonan sus países en busca de mejores oportunidades o huyendo de circunstancias adversas, oferta, y por otra, la necesidad de cubrir muchos puestos de trabajo en otros países, demanda. El análisis económico, aunque implacable y alejado de toda emoción, no es por ello menos certero en sus conclusiones.

Pero tampoco este fenómeno migratorio, tanto a nivel nacional como internacional, es homogéneo: muchos territorios pierden población a marchas forzadas mientras otros crecen a tasas improbables. Los datos así lo confirman: la población de España crecerá entre 2022 y 2037 un 9%, pero los cambios en la composición de la misma serán mucho mayores: mientras hoy los residentes no nacidos en el país suponen un 15% del total, en 2037 esta cifra alcanzará el 25%, en la que no se contabilizarían los hijos de los inmigrantes nacidos aquí.

Baleares, en el mismo período, experimentará un crecimiento poblacional del 25%, casi el triple que la media nacional, lo que supone un gran desafío a muchos niveles. En el caso de Menorca, suponiendo que el reparto sea proporcional, significa 24.000 habitantes más. Las preguntas son obvias: ¿Dónde vivirá toda esta gente? ¿Habrá trabajo para todos ellos? ¿Tendremos agua potable suficiente? ¿Energía? ¿Aguantarán las redes de transporte por carretera? ¿Qué sucederá con la conectividad exterior? ¿La logística de suministros de alimentos será suficiente? ¿Qué pasará con la salud pública? ¿Qué pasará con la educación? Se deben garantizar a todos los mismos derechos: es una conquista democrática a la que no podemos renunciar.

No me corresponde analizar cómo se debería hacer frente a cada uno de estos aspectos, solo realizar el aviso: estas proyecciones demográficas son una especie de oráculo, que se cumplirá salvo que empecemos a hacer cambios significativos en nuestra forma de vivir como sociedad. Nuestros políticos llevan muchos años hablando de la necesidad de realizar una reconversión de nuestra economía para no ser tan dependientes del sector turístico, pero la realidad es obstinada y se mueve en sentido contrario: el sector agropecuario cada vez se reduce más, con grandes fincas abandonadas o sin explotar, mientras que la industria sigue perdiendo peso específico, al no poder competir con productores en otros países. Entre tanto, muchas familias menorquinas hacen un gran esfuerzo para mandar a sus hijos a cursar estudios superiores fuera de la isla para que puedan labrarse un futuro, pero la mayoría de ellos no podrán ejercer nunca su profesión en Menorca por falta de oportunidades, por tener un mercado laboral estrecho, muy estacional, que sigue básicamente centrado en el monocultivo del turista. Este talento, esta inversión de tiempo y dinero, se pierde para la isla, que, a la vez, tiene que importar mano de obra no cualificada en grandes cantidades para seguir alimentando al sector servicios.

He aquí la paradoja: exportar talento para importar trabajadores sin cualificar como modelo económico es absolutamente insostenible. Como sociedad, tenemos que abrir un debate que nos permita, sin sectarismos, tomar las decisiones oportunas para atraer y conservar el talento en la isla y permitirle que crezca. Si fijamos este talento, si somos capaces de potenciarlo, la reconversión se dará de una forma natural, sostenible y perdurable. Se escuchan ideas. Y no, no hacen falta más coworkings pagados con dinero público: innovar es, precisamente, no hacer lo mismo que siempre. Si nos obstinamos en hacer lo mismo, el resultado, indefectiblemente, también será el mismo.

Publicado en la revista Ciutadella de Franc del mes de diciembre de 2022.