A propósito de una Olivetti

Ahora que, gracias a “Ciutadella de Franc”, soy por fin un escritor consagrado, llegó el momento de adquirir los instrumentos tradicionales de mi nuevo oficio. Por mi profesión —economista— y por mi afición —programador—, tengo distintos ordenadores, que son en los que habitualmente escribo mis textos y artículos. De acuerdo con el imaginario colectivo, sin embargo, la herramienta imprescindible que debe tener todo escritor que se precie, al menos desde principios del siglo XX, es una máquina de escribir. Buscando por Internet, con la excusa de que era mi cumpleaños, pude hacerme a precio de ganga con una mítica Olivetti Lettera 32, y digo mítica no por casualidad: en una máquina como esta escribió Cormac McCarthy todas sus obras; también Philip Roth fue asiduo a este modelo ultraportátil e incluso Francis Ford Coppola la utilizó para escribir el guion de “El Padrino”, la genial adaptación de la novela homónima de Mario Puzzo, por no hablar del afamado premio Nobel de literatura, Bob Dylan, un mecanógrafo consumado.

Para mi sorpresa, la máquina estaba en perfecto estado, tanto estético como de funcionamiento, y todo lo que hizo falta para empezar a escribir con ella fue conseguir —también por Internet— una cinta nueva. La sensación de introducir el papel en el rodillo y golpear con fuerza las teclas, con ese campanilleo al final de cada línea, no es comparable a la experiencia de escribir en un silencioso y acomodaticio teclado de ordenador frente a una pantalla. El sonido rítmico y la falta de otras distracciones —aquí no hay notificaciones— hace que uno se concentre exclusivamente en la escritura y que las ideas fluyan hasta el papel también con ritmo, entrando en una especie de trance creativo en el que el tiempo desaparece: de verdad que lo recomiendo. De hecho, este artículo lo estoy escribiendo en mi Olivetti recién estrenada.

En cualquier caso no es mi intención compartir aquí mis intimidades de escribiente, sino hacer una reflexión quizás algo más profunda usando la máquina de escribir como excusa, casi como metáfora. El dispositivo desde el que escribo estas palabras tiene, exactamente, cincuenta años, lo que confirma su solidez: un aparato mecánico tan robusto que medio siglo después cumple con idéntica fidelidad su única misión, fijar por escrito ideas y textos.

Sin embargo, esta tecnología tan fiable desapareció de forma súbita, al ser superada en practicidad por los ordenadores y sus tratamientos de texto. En menos de dos décadas cesó completamente su producción: la última fábrica cerró en 2009 en Bombay, Godrej and Boyce Manufacturing Co. Ltd., que desde 1955 había surtido de máquinas de escribir la India. Curiosamente, los años 90 fueron de récord, con más de 50.000 unidades vendidas anualmente por esta empresa, hasta el colapso total de la demanda en los primeros años del siglo XXI. Una extinción absoluta, muchísimo más rápida que la de los dinosaurios, que dominaban la Tierra, tras el impacto del meteorito gigante.

Una tecnología robusta, mecánica, muy fiable y de bajo mantenimiento, que cumplía muy bien su única función, fue barrida por otra, menos robusta, menos fiable pero mucho más práctica y flexible. Y digo todo esto con conocimiento de causa: todos hemos perdido un archivo en el que habíamos trabajado horas, para descubrir que no teníamos copia de seguridad, o nos hemos peleado con una impresora caprichosa que se niega a escupir documentos o que nos chantajea pidiendo tóner de marca. Por no hablar de los virus informáticos, los despistes, los accidentes, las averías… Y aunque los procesadores de texto no han cambiado gran cosa desde los 90, el ordenador sí tenemos que cambiarlo cada 2 o 3 años para acabar haciendo con él exactamente lo mismo de siempre.

La obsolescencia es probablemente la fuerza más terrible e implacable en nuestra sociedad, hija del capitalismo y basada en un consumo que no puede detenerse: retirar productos que son perfectamente satisfactorios para cubrir nuestras necesidades por otros, más nuevos pero no necesariamente mejores, simplemente para alimentar la producción, el consumo y los beneficios. Lo que me conduce por fin a la reflexión que quería hacer: lo que les pasó a las máquinas de escribir, ¿no está pasando también con las personas? ¿No está pasando con las ideas? ¿No está pasando también con las creencias? Como sociedad, nos hemos vuelto consumistas incluso en aspectos que no son estrictamente de mercado: hay que hacer cambios, hay que evolucionar, no por insatisfacción, sino por simple novedad, por la necesidad del cambio en sí mismo.

Hay mucho talento infrautilizado, mucha experiencia acumulada que se ha abandonado por un simple argumento pragmático, de practicidad, de presunta polivalencia o conveniencia. Muchas buenas ideas que se relegan por el simple motivo de ser antiguas —que no caducas—, e incluso creencias ancestrales que se sustituyen por otras como mínimo igual de dudosas, pero novedosas y que además pueden ser incluso dañinas. El mercado manda y exige la novedad, la inmediatez, la frescura, la juventud, la practicidad y la conveniencia. Los resultados a la vista están: todo tiene una vida útil cada vez más corta en este entorno de cambio tecnológico tan rápido, incluso los conocimientos. Incluso las personas.

Se habla de sostenibilidad, se habla de economía circular, pero en su desarrollo se sigue insistiendo en la idea de consumir mejor, sin plantear jamás que quizás lo que debamos hacer es buscar un sistema en el que consumir no sea la medida de valor de las personas y cada uno pueda buscar en la vida algo mucho más valioso, mucho más profundo, mucho más escaso e infinitamente más significativo que el dinero.

Siempre nos quedará tiempo para volver atrás, para encender unas velas, para poner un vinilo en un fonógrafo, para escribir una carta a máquina, para tener una conversación sin que nadie mire el móvil, para pasar una tarde pescando sin prisas desde una roca o releer al sol un libro que nunca estuvo de moda.

Son cosas que nunca se nos ha impedido hacer pero que hemos abandonado voluntariamente pese a ser auténticas y placenteras. Solo espero que podamos hacer estas cosas por pura nostalgia, porque nos gustan, porque nos hacen felices. Porque nos apetece hacerlas. No porque lluevan bombas atómicas sobre medio planeta y la electricidad o la informática sean ya un recuerdo del pasado y no tengamos otro remedio que recuperar tecnologías centenarias para sobrevivir. La amenaza nuclear es quizás la única tecnología que de verdad podríamos haber abandonado y olvidado, pero nos acaban de recordar muy seriamente que no ha sido así.

Entre tanto, esperando y deseando que esto no pase nunca, seguiré escribiendo en mi Olivetti, siempre a punto para atacar un nuevo folio. Y si pasase, mi única certeza real es que las máquinas de escribir, aún privadas de manos que las accionen, nos sobrevivirán a todos.

Publicado en la revista Ciutadella de Franc del mes de noviembre de 2022.