La Singularidad y los Nuevos Dioses

2001: Una odisea en el espacio

No cabe duda de que la tecnología cada vez tiene un papel más importante en nuestra vida y que, de hecho, la condiciona cada vez más. Pensemos por ejemplo en cómo nos comunicamos, en cómo compramos, cómo pagamos o accedemos a servicios e incluso en cómo nos relacionamos: sería irreconocible e inimaginable para una persona de principios de los 90, antes de la explosión de Internet y los dispositivos móviles. Nuestra dependencia tecnológica es tal que no estamos tranquilos sin tener nuestro teléfono móvil cerca para cerciorarnos de estar conectados (y no perdernos ninguna notificación en tiempo real). Todo tiene que ser inmediato o no nos sirve. Este cambio acelerado, esta inmediatez, es una característica de nuestro mundo y es consecuencia directa de la Ley de Moore. Gordon Moore, pionero de la industria de los semiconductores, apuntó en 1965 que cada dos años se dobla el número de componentes de los circuitos electrónicos. O, en otras palabras, que cada dos años de forma ininterrumpida desde que se enunció, los ordenadores han duplicado su potencia. Se ha cumplido a rajatabla y no parece que vaya a interrumpirse en las próximos décadas, si es que no se acelera con la expansión de la computación cuántica. Como resultado de este avance, también se ha abaratado su precio y se han generado nuevos usos que han creado una demanda imprevisible. Miremos a nuestro alrededor: ¿cuántos dispositivos nos rodean que esconden en su interior un ordenador? Portátiles, móviles, tablets, relojes inteligentes, domótica, electrodomésticos, ropa inteligente (weareables), etc. y todo lo que aún está por venir.

El progreso tecnológico funciona siempre por acumulación, y se construye sobre el progreso científico. Newton acuñó su famosa frase “a hombros de gigantes” para referirse, precisamente, a que él pudo llegar a donde llegó gracias al trabajo de todos sus predecesores: ésa es la base de la ciencia. Por lo tanto, este cambio es acelerado. A veces perdemos un poco la proporción cuando miramos atrás en la historia, y esto me gusta ilustrarlo con un ejemplo muy claro: Cleopatra, faraona de Egipto (siglo I a.C.), está más cerca del primer hombre en la Luna (1969) o de nosotros (siglo XXI) que de la construcción de las grandes pirámides (siglo XXVI a.C.). Sorprendente, ¿verdad? El gran salto tecnológico se produjo durante el siglo XX, pese a que estemos todavía cosechando sus frutos en el siglo XXI: recordemos que los hermanos Wright consiguieron su primer vuelo en 1903, pero que solo 58 años después la Unión Soviética llevó a Gagarin hasta el espacio. La informática nace como tal para desencriptar los mensajes codificados con la máquina Enigma durante la Segunda Guerra Mundial, mientras que ARPANET, antecedente directo de la actual Internet, es la respuesta militar a los problemas de comunicación que se darían tras una hipotética guerra nuclear. La guerra, la inversión militar, es el gran acicate de la evolución tecnológica desde los albores de la humanidad: palos, piedras, bronce, hierro, honda, arco, ballesta, pólvora…

Pero todo este cambio acelerado es, en cierta forma, previsible. Leonardo Da Vinci ya dibujaba máquinas volantes y si no pudo hacerlas realidad fue por la falta de materiales y la tecnología disponible. Los autores de ciencia-ficción, de Julio Verne a Asimov, previeron desarrollos que después se materializaron, por increíbles que parecieran en su tiempo, pero que de alguna forma eran evoluciones previsibles de la tecnología anterior.

Sin embargo, el mundo se enfrenta ahora a un nuevo paradigma: la inteligencia humana no es ya la única inteligencia superior en la Tierra. El progreso de la computación ha permitido el desarrollo, tímido aún, de la inteligencia artificial (IA). Estas IA son, por el momento, limitadas y, en general, especializadas en tareas concretas, pero lo cierto es que su crecimiento está siendo exponencial, tanto en número como en potencia. Nuestra mente humana entiende los algoritmos en los que se basan, pero no es capaz ya de entender cómo hacen lo que hacen. Su capacidad de cálculo, de memorización, de análisis de datos y de abstracción las sitúan en muchos ámbitos muy por encima de los humanos. Son –no nos engañemos– nuevos dioses. El panteón de la IA es incipiente, pero la propia IA colabora en la creación de nuevas IA, por lo que tendrá una gran evolución que, además, hará obsoletos a muchos trabajadores humanos en tareas que, hasta el momento, no parecían automatizables. Incluso la creatividad dejará de ser una exclusiva humana, como demuestran hoy IA artísticas como Midjourney o DALL-E 2, o otras que hablan y escriben, como GPT-3, con quien es posible tener hoy conversaciones complejas. Esto va muchísimo más allá de los coches que se conducen solos… Redes neuronales, deep learning, entrenamiento de IA son conceptos que cada vez vamos a escuchar más.

Este impulso que las IA se darán a sí mismas nos llevará hasta a un punto de no retorno conocido como la singularidad tecnológica, es decir, el momento en que la inteligencia reunida de las IA supere al de toda la humanidad en su conjunto. Este concepto, acuñado hace muchas décadas por uno de los padres de la computación, Von Neumann, nos enfrenta ya no a un cambio acelerado, sino a un cambio impredecible. Este será el verdadero fin de la historia, y no el que dibujaba Fukuyama, o, al menos, el fin de la historia humana como tal: nos enfrentaremos a los desconocido. Nuestra inteligencia no será la dominante en la Tierra.

Este cambio lo veremos con nuestros propios ojos. Serán tiempos interesantes, por lo que pueden aportar a la humanidad, pero no está claro que vayamos a ser los amos de nuestro propio destino.

No deja de ser paradójico que la misma ciencia que nos permitió acabar con la superstición y que consiguió arrinconar la religión hasta la esfera privada de las creencias, sea ahora el vehículo que permita la creación de unos nuevos dioses, cuyos designios, inescrutables para los hombres, sean los que se impongan a la humanidad, empequeñecida ante su inteligencia omnipresente y omnisciente, inhumana. La singularidad está a la vuelta de la esquina y debemos preguntarnos cuál será el papel de los seres humanos ante el advenimiento de este nuevo mundo. De nosotros depende todavía hoy: quizás mañana sea tarde.

Publicado en la revista Ciutadella de Franc del mes de octubre de 2022.