El que tiene más es el que está contento con menos.
— Diógenes
A J. —por ponerle un nombre— ya nadie le llama J. Perdió ese derecho cuando dejó de ser una persona para convertirse en un personaje. J., al que todos conocen hoy por otro nombre, podría ser mi vecino o el suyo. Quizás incluso lo sea y usted no lo sepa aún.
J. nació demasiado tarde para ser una víctima propiciatoria de la epidemia que diezmó la juventud en los ochenta. Y demasiado pronto como para disculpar hoy su conducta por ser joven. Son muchos los factores que pueden explicar como aquel J. se convirtió en este J., pero, en realidad, son irrelevantes. No porque no sean importantes, sino porque solo son de J. y no nuestros, por más que nos guste cargar con culpas ajenas.
No. No hay aquí una hermosa historia de redención: la realidad siempre es más cruda y, probablemente, también más compleja y didáctica. Quienes le conocen, saben que J. no es mala persona, que no tiene un gramo de malicia, pero desgraciadamente me dicen que sigue consiguiendo gramos de otras muchas cosas que no le hacen bien.
No he hablado nunca con J., aunque conozco sus hazañas, contadas hasta la saciedad, quizás exageradas hasta deformarlas, convirtiendo así cualquier suceso anecdótico en una fábula moralizante o en una alevosa denuncia de sus inadecuadas acciones por parte de sus escandalizados conciudadanos, según el caso. Total, se trata de J.: se puede decir de él lo que a uno le venga en gana, ¿no?
La historia que me contaron y que más me impresionó es fácil de contar pero algo más difícil de explicar: al parecer, se le ha visto más de una vez salir desnudo de los contenedores de basura. Desconozco los motivos que le impulsan a hacer algo así, si es algo puntual o una pauta recurrente, aunque reconozco que mi primera reacción al escuchar la anécdota fue de envidia. Sí, de envidia. No porque me parezca interesante en sí mismo lo de meterse desnudo en un contenedor, por más acogedor que pueda parecer, sino por lo liberador que debe resultar estar en un punto vital en el que se pueda hacer algo así sin temer en absoluto las consecuencias, las habladurías o la reputación. Es la libertad absoluta y supone haber trascendido completamente el corsé de las reglas sociales.
No pretendo frivolizar: sé que hay quien ha tratado de hacerse cargo de él y, tras intentarlo repetidamente, han desistido ante la manifiesta imposibilidad de reconducir su vida a lo que pensamos que debería ser. Como decía, J. no es mala persona, pero sí es un espíritu libre. Libre hasta las últimas consecuencias. Libre hasta un punto que nosotros, pequeños burgueses, simples personas —que no personajes—, tan previsibles, no podemos ni imaginar. Ha hecho, hace y hará en cada momento exactamente lo que le apetezca. Este texto no es una disculpa ni pretende ser una denuncia. Este artículo, como el bueno de J., se limita a ser, sin más.
Como es natural, los ciudadanos respetables evitan en la medida de lo posible toda interacción con J., poniéndolo como ejemplo a sus hijos de todo lo que puede pasarles si se desvían del buen camino. Esos mismos respetabilísimos ciudadanos son también los que entienden que J. es algo así como un elemento del paisaje que, cuando resulta lo suficientemente molesto, pueden retirar de su vista a su antojo con una simple llamada a la policía municipal.
La irrenunciable libertad de J., así como algunas de sus aficiones, le han puesto en contacto de forma recurrente con las distintas autoridades y agentes de la ley. Convencidos de que es un caso perdido, toleran sus excentricidades siempre que no escandalicen demasiado a los vecinos. Cuando lo hacen, le retiran un poco más allá para que las molestias sean compartidas, en todo caso, de forma igualitaria con otros vecinos. El roce hace, sin duda, el cariño, incluso en estos casos fronterizos.
Me confirmaba precisamente uno de esos agentes que se encarga de retirar a J. del entorno cuando la fiesta se alarga de más, que, hace un par de semanas, apareció, por su propio pie y voluntad, en comisaría para entregar una cartera que había encontrado durante su azaroso deambular. Para sorpresa de esta persona, la cartera entregada por J. tenía toda la documentación y, además, una cantidad muy significativa de dinero, intacta. Como decía, J., con sus cosas y sus manías, es buena gente y, probablemente, demostró aquí más honradez de la que habrían acreditado otros muchos honorables vecinos suyos.
No me atrevería a etiquetar a J., más allá de señalar que es un auténtico espíritu libre, pero en mi imaginación, algo literaria, como sabe quien me lee, lo represento como a un venerable filósofo, sin duda de tipo práctico. Como decía, no he hablado nunca con él y dudo que llegue a hacerlo, y aún así me lo figuro como un redivivo Diógenes de Sínope, el cínico. Un personaje incómodo para casi todo el mundo, al hacer evidente con su conducta una total libertad en la que solo podemos ver el reflejo de nuestra consentida esclavitud. Esclavizados por las convenciones, por las reglas sociales, por una aparente convivencia que se despliega en una terrible presión de grupo que nos convierte en caricaturas de nosotros mismos.
J., por el mero hecho de existir, arranca ese velo y nos expone a esas incómodas verdades. Él es libre; nosotros, no. A Diógenes el cínico le llamaban también el perro, apodo despreciativo que le pusieron sus vecinos atenienses y que él adoptó con orgullo como resumen de sí mismo. A J., aunque no lo repetiré aquí, le han motejado también con un nombre igual de canino. Y, como a Diógenes, también le da igual y atiende indistintamente a quién así le llama.
Diógenes vivía en un tonel, cuyo equivalente urbano de hoy sería, sin duda, un contenedor de basura. No le temía a nada ni a nadie y se permitió, incluso, insultar a Alejandro Magno, el general que conquistó el mundo. El divino Alejandro, conquistador de continentes y asolador de ciudades, atraído por el carisma del aquel extravagante pensador, le ofreció al filósofo que pidiera lo que él quisiese y se lo daría, y el bueno de Diógenes se limitó a pedirle que se apartara, que le estaba tapando el sol.
Aquel filósofo cínico se paseaba por Atenas de día con una lámpara encendida, yendo de un lado a otro. Cuando le preguntaban qué buscaba, decía que un hombre honesto, y que todavía no lo había hallado, para escarnio de los cultos y civilizados atenienses. Aquí es, sin embargo, donde la historia de nuestro J., ese práctico filósofo moderno, se separa en parte de la de aquel filósofo de la antigüedad: mientras los buenos ciudadanos de hoy, como los de entonces, se desentienden, otros, que quizás han tenido alguna vez un mal día, un mal mes o un mal año, que puede que hayan dormido también algún día en un contenedor, en un banco de una plaza o en un calabozo, que quizás no han tomado siempre las decisiones más acertadas, sí se apartan de su propio camino para ayudarle. J., sin necesidad de pasear una lámpara, ha sabido encontrar a personas honestas, después de todo. Bien por ellas. Y bien por J.
Publicado en la revista Ciutadella de Franc de octubre de 2025.