De la lengua, el karma y otras especias

Samsara

Decía mi abuelo Edmundo, con el que desgraciadamente pude compartir poco tiempo en este planeta, que “no hay nada más castigado que la lengua”. Pero no, no se refería a la cuestión lingüística: en esta formulación, el aforismo se refiere a que en muchas ocasiones nos toca tragarnos nuestras propias palabras, quizás por imprudentes, quizás por ignorantes. La vida, al fin y al cabo, con su dosis de fina ironía, nos acaba poniendo en nuestro sitio. Es una de esas frases que han quedado en la familia y que pasan de generación en generación, como una muestra de sabiduría indiscutida e indiscutible. Y, una vez más, ha demostrado toda su vigencia cayendo con fuerza sobre mí: supongo que los que sigan mis andanzas sabrán de mi imprevista candidatura y no habrán dejado de sonreírse al recordar mi artículo del mes anterior en esta revista, titulado “La realidad, de rebajas”, en el que daba un hermoso repaso a todo lo que supone una campaña electoral y a la actividad de los políticos durante estos períodos. Como imaginarán, cuando escribí el artículo anterior no podía saber aún que iban a hacerme una oferta en este sentido. Cuando la propuesta se concretó y, para mi sorpresa, decidí aceptarla, recordé palabra por palabra el colofón de mi artículo y no pude menos que sonrojarme. Me acordé, una vez más, de mi abuelo y de su frase de cabecera.

Pues sí, queridos lectores: me confieso ante ustedes de haber pecado de osado, de inocente o, más probablemente, de idiota. Solo el tiempo dirá si tenía la razón al escribir el artículo o al aceptar este nuevo desafío profesional imprevisto.

En cualquier caso, y más allá de esta anécdota puntual, ¿creen en el karma? Imagino que conocen el concepto, que goza de mucha popularidad y, de hecho, ha dado pie incluso a libros y series de televisión. Pero, ¿qué es exactamente el karma? Sorprendentemente, la Real Academia recoge el término en su diccionario como la “energía derivada de los actos de un individuo durante su vida, que condiciona cada una de sus sucesivas reencarnaciones, hasta que alcanza la perfección”. Casi nada. Me permitirán que me asome al diccionario de Oxford y aporte una traducción literal de su definición, que me parece algo más acertada: “la suma de las acciones de una persona en este y sus anteriores estados de existencia, que decide su destino en futuras existencias”. Además, añade una nota etimológica: la palabra proviene del vocablo sánscrito karman, que se puede traducir como acción, efecto o destino.

Sin entrar en sutilezas teológicas o filosóficas, conceptos muy parecidos emergen en casi todas las religiones del mundo. De fondo hay una idea de vidas consecutivas o, como mínimo, de renacimiento, con una relación causa-efecto entre lo que hacemos y lo que nos sucederá. Somos, en cierta forma, dueños de nuestro destino dentro de las restricciones que nos imponen nuestras circunstancias vitales. Y precisamente por ello, por ser libres en nuestras decisiones, se nos puede exigir responsabilidad respecto a ellas. El libre albedrío cristiano es otra encarnación de esta idea, y la retribución de nuestras acciones en esta vida determina nuestro estatus en la vida eterna, la siguiente, que basculará entre la aburrida y privilegiada bienaventuranza celestial y la más agitada y proletaria existencia en los infiernos, pasando siempre por esa especie de clase media moral que es el purgatorio, que, según el ya fallecido Benedicto XVI, alias de Joseph Ratzinger, no es un lugar, “sino un fuego interior que purifica el alma de pecado”. En fin.

Al final, estos elementos de justicia cósmica, estas aplicaciones teóricas del principio de que “uno recoge lo que siembra”, aunque muy habituales, reiterados y repetidos, no dejan de causarme una cierta zozobra. Me inquietan porque suponen aplazar a otras existencias los beneficios de nuestra buena conducta en esta. O, visto desde una perspectiva contraria, nos permiten justificar nuestra mala suerte actual en base a una mala conducta que desconocemos en una vida anterior. Pero recordemos siempre que estas explicaciones las han creado los hombres para justificar su propia existencia y no responden en realidad a nada más que a las grandes preguntas existenciales. Además, porqué negarlo, estas justificaciones son un importante estímulo para que nos portemos bien, para que no nos desmandemos, para que no cedamos una y otra vez a nuestros instintos, a nuestros impulsos, quizás algo más básicos, quizás algo más cortoplacistas y miopes. Antropológicamente, sociológicamente, son una herramienta de control muy eficiente: máximo resultado al mínimo coste.

Quizás un día, en un futuro no muy lejano, un científico consiga meter en un gigantesco acelerador de partículas el bosón de Higgs —la conocida partícula de Dios de la física fundamental— y reventarla en pedazos. Quizás, entre sus diminutos escombros, se puedan vislumbrar las ecuaciones que sigue el karma en nuestro universo y que guían nuestra existencia. Pero, hasta entonces, solo nos quedará la posibilidad de creer en él y actuar en conciencia.

Hasta que esto ocurra, disfruten por el momento de ese tesoro que es el libre albedrío, aunque desde la prudencia les invito a que hagan un buen uso de él. No vaya a ser que en su próxima existencia el cosmos les castigue a ser políticos o, Dios no lo quiera, escritores.

Publicado en la revista Ciutadella de Franc del mes de abril de 2023.