
Escribo este artículo en un avión, volando de regreso a Menorca, después de un ejercicio voluntario de sufrimiento: la maratón de Madrid. No diré sufrimiento gratuito, porque hay que pagar y no poco para tener el placer de correr 42.195 metros. Tras poco más de cuatro horas de esfuerzo, sol intenso, algún calambre, cuestas sin fin, siete botellines de agua, cinco geles energéticos y tres cápsulas de sales minerales, he conseguido llegar a meta, prometiéndome que no volvería a hacer nada así e igualmente convencido de que rompería mi promesa a la primera oportunidad.
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