Memento mori

Michel Pons Mercadal cruzando la calle del Ramal, con el Cine España de fondo.

Mi primer recuerdo, o, mejor dicho, el recuerdo que creo más antiguo, transcurre en el salón de la vieja casa familiar. En él, sentado en una ajada butaca, a la que el sol de muchos años ha prestado un color indefinido, entre burdeos y granate, hay un hombre mayor, tan mayor que ya no es viejo, sino remoto, antiguo. Enjuto, seco de carnes, con la piel curtida del labrador y la mirada profunda, lejana, de quien mucho ha visto y mucho ha olvidado ya. Viste un pantalón de pana marrón, camisa de algodón que podría haber sido blanca y chaqueta de lana gris, calzados los pies en unas zapatillas de andar por casa, sin calcetines. Está fumando en su vieja pipa, último placer al que ni su médico ni su hija han conseguido que renuncie. En su cara, entre las arrugas que casi noventa años de vida han esculpido, se va formando una sonrisa que le devuelve el brillo a su mirada: un niño muy pequeño, de poco más de dos años, sentado en su regazo, se agita inquieto.

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Otro mes de agosto

Huellas en la arena

Fundamentum iustitiae primum est ne cui noceatur
— Marco Tulio Cicerón

Por fin ha llegado el mes de agosto. Me gusta el verano porque además de que no hay que ir a la escuela, durante este mes mis padres tampoco trabajan y así puedo estar más tiempo con ellos. Aunque papá y mamá llevan mucho más tiempo de vacaciones y ya casi ni me acuerdo de las clases. El sol tiene otro color en agosto. El cielo está siempre despejado y, cuando llega la noche, las estrellas fugaces dibujan líneas de colores preciosos. Hay que tener paciencia y un poco de suerte para verlas.

Este mes de agosto es diferente. Lo noto. El anterior verano también lo fue, pero este lo es todavía más. El año pasado hubo muchos fuegos artificiales, pero no me gustaron nada: no eran muy bonitos y hacían mucho ruido, tanto que hasta papá y mamá se asustaban. Yo les decía que no pasaba nada, pero me mandaban callar. Nunca les había visto tan enfadados. Y también había muchísimas estrellas fugaces, incluso de día.

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Tabaco y flores

Azucena

Empiezo mi colaboración de este mes con una merecida disculpa a los lectores de la revista: he releído mis artículos de los últimos meses y, aunque no están demasiado mal escritos y habrá incluso quien pueda considerarlos interesantes, reconozco que no me parecen lo suficientemente entretenidos. Quizás he perdido un punto de frescura desde que empecé a publicar aquí, así que, para compensar el error, creo que marzo, que nos anticipa ya la primavera, es un buen momento para cambiar de registro, alejarnos un poco de la actualidad, de los problemas, e intercalar una pieza más breve, más literaria, algo fantástica, de ficción, con la que pedir perdón a mis atentos, sufridos e incondicionales lectores. Espero de todo corazón que os guste y, con un poco de suerte, os sorprenda. Os confesaré que a mí, desde luego, me sorprendió mucho escribirla.


Ayer por la noche fui a la vieja casa familiar a recoger algunos libros que tenía que consultar. Llevaba un par de semanas sin pasar por allí por culpa de mi trabajo. Siempre estoy demasiado ocupado.

Al entrar en el salón me encontré otra vez a mi padre sentado en su butaca favorita, ojeando un periódico mientras fumaba un cigarrillo mentolado. Reconozco que siempre me ha gustado ese olor: me recuerda a mi infancia. Se alegró de verme, pero siempre me ha costado interpretar las emociones de mi padre y, últimamente, mucho más. No me sentía cómodo.

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