Memento mori

Michel Pons Mercadal cruzando la calle del Ramal, con el Cine España de fondo.

Mi primer recuerdo, o, mejor dicho, el recuerdo que creo más antiguo, transcurre en el salón de la vieja casa familiar. En él, sentado en una ajada butaca, a la que el sol de muchos años ha prestado un color indefinido, entre burdeos y granate, hay un hombre mayor, tan mayor que ya no es viejo, sino remoto, antiguo. Enjuto, seco de carnes, con la piel curtida del labrador y la mirada profunda, lejana, de quien mucho ha visto y mucho ha olvidado ya. Viste un pantalón de pana marrón, camisa de algodón que podría haber sido blanca y chaqueta de lana gris, calzados los pies en unas zapatillas de andar por casa, sin calcetines. Está fumando en su vieja pipa, último placer al que ni su médico ni su hija han conseguido que renuncie. En su cara, entre las arrugas que casi noventa años de vida han esculpido, se va formando una sonrisa que le devuelve el brillo a su mirada: un niño muy pequeño, de poco más de dos años, sentado en su regazo, se agita inquieto.

Este niño que fui, fascinado por las volutas de humo que ilumina la luz del mediodía invernal, trata inútilmente de atraparlas con sus pequeñas manos. Las caprichosas formas del humo en su ascenso ejercen una atracción hipnótica sobre el pequeño, que no deja de manotear y que se sorprende cada vez que, tras agarrar un puñado de humo azulado, abre la mano y descubre que no hay nada. El viejo ríe ante la extrañeza del niño, su pura inocencia, su tan impecable como inútil razonamiento.

El juego prosigue durante un tiempo que se antoja infinito: a cada bocanada de la pipa del anciano sigue la infructuosa caza del niño. Una eternidad después, con todo el tabaco prácticamente consumido, el hombre repite con decisión el gesto del pequeño: atrapa un puñado de humo con su mano huesuda, en un gesto sorprendentemente enérgico para su edad, y abre la mano frente a la mirada atenta del niño. Tampoco esta vez hay nada allí.

Sin mediar palabra entre ambos, intercambian un gesto de comprensión mutuo, una mirada cargada de sentido, y el niño entiende, de una vez por todas, que no se puede atrapar humo con las manos. Aprende el significado de la palabra etéreo, aunque no conocerá el vocablo hasta mucho después. Recordará de por vida la escena, sabiendo que algo muy importante ha sucedido allí, entendiendo que ese viejo es alguien muy sabio y que la vida es siempre más complicada de lo que parece a simple vista.

* * *

Algunos años después, todavía muy niño, me aficioné a coleccionar casi cualquier cosa que cayera en mis manos, especialmente monedas, minerales y fósiles. La numismática me llamaba la atención porque era una prueba tangible de lo grande y variado que era el mundo, con tantos y tantos países, con tanta gente diferente y tantos idiomas que no podía entender. Los fósiles, por su parte, eran evidencia de lo antiguo que era el planeta y de lo mucho que había cambiado todo, mientras que los minerales, por el contrario, además de alentar una temprana vocación frustrada hacia la química, me sugerían una permanencia: eran algo que había conseguido no cambiar durante millones de años.

Recuerdo que en una visita familiar a la playa de Binimel·là recogí unas curiosas piedras negras, de cantos angulosos y que parecían más pesadas que el resto de rocas. Al romper una de ellas, noté un olor acre, extraño.

Al volver a casa cargado con mi hallazgo, corrí a enseñárselo a mi abuelo Michel, que pasaba las horas en su butaca favorita, junto a la ventana, fumando en su pipa el oloroso tabaco de pota que hasta pocos años antes había cultivado él mismo. En cuanto vio las piedras que sostenía en mis manos se le iluminó el rostro. Sin darme ninguna explicación, tomó el fragmento más grande y buscó en la mesita que tenía junto a la butaca, entre el instrumental que usaba para cebar su pipa, hasta que encontró su vieja navaja. Atrayendo mi atención como un prestidigitador, sostuvo el filo de metal próximo a la piedra, y con un movimiento rápido, el contacto del acero contra la roca hizo que saltara una pequeña cascada de chispas. «Magia» —pensé para mis adentros, aunque el pequeño ser racional que habitaba en mi yo de seis años descartó enseguida la hipótesis.

Mi abuelo, para mi deleite, repitió la maniobra y nuevas chispas brotaron de la piedra, con mayor dramatismo si cabe al haber apagado esta vez la lámpara de pie que tenía junto a la butaca.

Con una gran sonrisa me explicó el secreto: las piedras que había recogido en la playa eran pedernal, y ésa era exactamente su utilidad: al entrechocarlas entre sí o rasparlas con un filo metálico, saltaban chispas. Estas chispas, bien aplicadas, servían para encender un fuego, y así se había hecho desde tiempos inmemoriales, hasta que la llegada de los mecheros y las cerillas convirtió la antigua hazaña de prender una hoguera en poco más que una rutina. Incluso a día de hoy, la piedra que llevan los encendedores no es, en realidad, más que una variante de aquel pedernal original.

Pero su sonrisa no se debía únicamente al puro placer de sorprender e ilustrar a su único biznieto: había recordado de golpe que, de pequeño, había aprendido a preparar yesca, a encender con pedernal pequeñas hogueras y asar en ellas, sobre las ascuas del carbón, castañas. De repente, revivió todo aquello que había pasado tantos años atrás. «Antes de la guerra», me dijo, como muestra de que verdaderamente eran recuerdos antiguos, lo que establecía una cómoda horquilla que abarcaba, más o menos, desde el Paleolítico inferior hasta 1936. O la primera guerra mundial. O la guerra del Rif. Su «antes de la guerra» era siempre voluntariamente impreciso.

Mientras me explicaba pacientemente, paso a paso, cómo fabricar yesca de forma casera, fui yo el que tuvo una revelación sobrecogedora: mi bisabuelo, al que llamaba abuelo porque era más cómodo, la persona más anciana y venerable que conocía, que en mi mente infantil era incalculablemente viejo, había sido una vez un mocoso de mi edad, que saltaba tapias, robaba castañas y las asaba a escondidas encendiendo con pedernal pequeñas hogueras de yesca. Es decir, por difícil de creer que fuera, aquel señor había sido una vez, hacía mucho, mucho tiempo, un niño como yo. Intelectualmente ya entendía los conceptos básicos: crecer, cambiar, envejecer, morir. Y sin embargo, no eran fáciles de asimilar.

Sin decirle nada, entendió perfectamente mi cara de sorpresa, y manteniendo la sonrisa, dejó en la mesa la navaja y el pedernal y me abrazó. En su regazo, comprendí la otra mitad de la verdad que acababa de descubrir: yo también sería un día tan viejo como él y recordaría este momento, a una vida entera de distancia.

Su abrazo se hizo más firme y cerré los ojos, aprentando muy, muy fuerte. Todavía hoy conservo ese mismo trozo de pedernal y el primer tarro de yesca que preparé junto a él.