No es la corrupción

El problema no es la corrupción. La corrupción siempre ha estado ahí, desde que tenemos crónicas políticas escritas, y sucederá siempre que unos pocos tengan poder sobre otros muchos, con o sin legitimación democrática. No estoy tratando de minimizar su importancia, pero lo cierto es que no es el problema real o, mejor dicho, no es el problema principal. La corrupción, en sus infinitas variantes y sabores (cohecho, malversación, falsedad, prevaricación) supone un delito y, además, resulta muy poco ética y aún menos estética para los partidos en estos tiempos tan difíciles para la ciudadanía. El problema es otro: la mala gestión. Evidentemente, no hay estadísticas fiables ni viables sobre la corrupción – salvo lo que efectivamente se descubre y condena, quizás la punta del proverbial iceberg – y menos todavía sobre la mala gestión, cuando, además, en muchas ocasiones ambas casuísticas coinciden en el tiempo y en las personas.

Muchísimos recursos públicos se malgastan alegremente en inversiones, promociones y actividades de dudoso interés, con o sin apoyo de la ciudadanía, sin que por ello sean necesariamente actividades delictivas y estando perfectamente tramitadas desde el punto legal y administrativo. No hace falta poner ejemplos aquí: el listado daría para llenar varias veces el periódico que tienen entre las manos. El problema es que este enemigo invisible, que consume muchísimos más recursos públicos que la corrupción, radica en que no ha sido objeto de una regulación legal adecuada.

¿A qué responde esta mala gestión a la que me refiero? Las causas son de muy diversa índole: desde la falta de experiencia y formación de los gestores públicos – y me refiero aquí, sin eufemismos, a la clase política -, a su interesado populismo o la voluntad de favores a determinados grupos frente a otros. Pero las causas no acaban aquí: la desconexión entre la clase política y administrativa de la sociedad que debería administrar, los insuficientes procedimientos de control, con funcionarios a los que se encarga la fiscalización de la actividad pública y que solo se preocupan de los aspectos formales de tramitación sin entrar jamás en el fondo de las cuestiones y que, por ello, reciben privilegios de los que carece cualquier otro trabajador, público o privado. Y podría seguir enunciando causas: la necesidad acuciante de nuestros gobernantes de acometer grandes inversiones con una visión cortoplacista, sin considerar jamás que a cada inversión realizada se le debe asignar un mantenimiento sostenido en el tiempo que lastrará futuros presupuestos, el fervor megalómano de algunos dirigentes por dejar una huella indeleble de su efímero paso por el poder, como si la calidad de un gobernante se midiera en los metros cúbicos de hormigón que consiguió verter. También puede ser fruto de un keynesianismo mal entendido y peor digerido, de la voluntad de luchar contra la realidad y subvencionar industrias y sectores económicos que el mercado ha condenado y sepultado, o, sencillamente, porque sus predecesores lo hicieron así, etc.

Sea cual sea la causa final de esta mala gestión, lo que está claro es que como ciudadanos tenemos que exigir a nuestros gobernantes los medios para que ésta, en la medida de lo posible, se evite o minimice su impacto. Para ello, después de una breve reflexión, me atrevo a hacer una serie de propuestas muy sencillas: en primer lugar, y ésta no es en absoluto novedosa, exigir a nuestros gobernantes – o a los aspirantes a serlo – una formación y experiencia adecuada para la responsabilidad que han de ejercer. Debemos retirar de la circulación a los “políticos profesionales”, clase desgraciadamente sobreabundante en nuestro ecosistema: personas que sin haber tenido jamás un oficio conocido se han introducido en la política y han medrado en ella por los motivos que sean, siempre dispuestos a quedarse, a aceptar un cargo más, más pendientes de negociar sillas y escaños, de conspirar por un próximo cargo, que de cumplir con el cometido que legal y moralmente el pueblo les ha encomendado y que han prometido cumplir y respetar. Como segunda recomendación, y consecuencia lógica de la primera, establecer los mecanismos legales para asegurar la responsabilidad de nuestros políticos, que a día de hoy en el peor de los casos responden penalmente por los delitos cometidos, pero se van de rositas en cualquier otra situación. Y no, no me refiero a exigir la dimisión, que debería ser algo automático, pese a que en este país parece que “dimitir” es un verbo que solo se conjuga en la segunda persona: “dimite tú” pero jamás “yo dimito”. De lo que se trata aquí es de exigir una responsabilidad real, una responsabilidad patrimonial de tipo civil, como la que existe en cualquier otra actividad regulada. Los juristas saben que por la influencia norteamericana se está extendiendo de forma desmedida la responsabilidad civil extracontractual. Curiosamente, nunca ha resultado de aplicación en el ámbito político, donde ésta no sería extracontractual sino legal: nuestros cargos públicos reciben un encargo sujeto directamente a nuestra Constitución y el resto del ordenamiento jurídico, por lo que la responsabilidad que aceptan por su gestión tendría que ser en todo caso superior a la responsabilidad genérica que contempla nuestro ordenamiento, la responsabilidad “de un buen padre de familia” que dice nuestro decimonónico Código Civil. Resumiendo: cada euro malgastado por un político tendría que serle exigible a él y a todos los que votaron o participaron en esa decisión de forma directa, y, subsidiariamente, al partido o partidos a los que representen. Estoy convencido de que ésta medida haría que la racionalidad de las decisiones políticas se incrementase de forma drástica, ya que en lugar de entender que gestionan “dinero de todos” (léase “dinero de nadie”) se darían cuenta de gestionan de forma directa su propio dinero.

¿Falta algún elemento más? Pues sí, y éste será probablemente el menos popular de los argumentos esgrimidos en este texto: una política retributiva para nuestros políticos acorde con su nivel de responsabilidad y capacidad de decisión. ¿A qué me refiero con ésto? Pues a que no tiene sentido que el presidente del gobierno de este país cobre lo que cobra, que es ridículo en relación a la responsabilidad que asume. ¿Qué conseguiríamos con ésto? Pues algo muy sencillo: atraer talento real. Con un sueldo fuerte se puede atraer un buen gestor, alguien con experiencia real en empresas y que sabe conseguir resultados. No es aceptable bajo ninguna óptica que el cargo político más importante de este país tenga un nivel salarial equivalente a un ejecutivo junior de una empresa mediana. Pero presten atención al detalle: la propuesta que aquí se realiza funciona también en sentido contrario. Un alcalde o un concejal de un pueblo pequeño en mi opinión no debería cobrar 3.000 € al mes, especialmente si no puede demostrar que ganaría lo mismo ejerciendo su oficio de forma particular. A todos nos suena esta película, ¿verdad?

¿Se resolvería todo con las dos medidas anteriores? A nivel teórico parece que sí, pero en la práctica nos faltaría un tercer elemento, quizás la clave de toda esta propuesta: las herramientas para determinar de forma objetiva qué es una mala gestión. Parece una obviedad, pero no es así: se debería alcanzar un consenso que permitiera definir de forma meridianamente clara qué es una mala gestión para poder exigir responsabilidad entonces a los gobernantes oportunos. Esta medida o este criterio tendría que ser objetivo y cuantitativo, para evitar así interpretaciones que abrirían largos y tortuosos procesos judiciales. Pero no hay porqué reinventar la rueda: las grandes empresas tienen herramientas en este sentido, que priorizan las inversiones a realizar en base a unos criterios muy claros y alineados con sus propios objetivos. Si estos objetivos se establecen como políticas públicas, dotándolas de un margen adicional en función del propio programa del partido o partidos gobernantes y su orientación política, se podrían utilizar herramientas equivalentes. Determinar el retorno de una inversión para cada ciudadano en términos de utilidad, o simplemente determinar a qué ciudadanos les impacta de forma directa una medida, en lugar de tomar decisiones a ciegas, guiados en el mejor de los casos por la intuición del político de turno. No podemos aceptar esta torpeza y esta miopía – en el mejor de los casos – por parte de nuestros políticos.

Y, sin ánimo alguno aquí de polemizar pero analizando todo lo anterior en clave local, ¿a alguien le parece razonable que el principal gasto de la primera institución de la isla sea el pago de indemnizaciones por tramitaciones incorrectas y errores urbanísticos? Es decir, ¿tiene alguna lógica que los ciudadanos tengan que pagar de su bolsillo, vía impuestos, un desaguisado en el que no participaron? Por otra parte ¿tiene sentido que se haya construido y se quiera ahora ampliar un dique artificial situado a menos de 50 kilómetros del segundo mayor puerto natural del mundo? Con un coste cercano a los 100 millones de euros a día de hoy, tiene además dos dudosos récords: la mayor desviación presupuestaria en términos absolutos sobre un presupuesto original de obra pública en Menorca y el mayor número de días cerrados por mal tiempo. ¿Merece la pena seguir? ¿He comentado así de pasada que el segundo mayor puerto natural del mundo está a menos de 50 km? Si aún así no parece una “mala gestión”, veamos dos aspectos concretos. ¿A quién beneficia el dique? Evidentemente, a los que lo construyeron y, en segundo lugar, a las navieras que operan en él y que se ahorran la diferencia en combustible de llegar hasta el otro extremo de la isla? Es decir, que se han destinado recursos públicos, pagados por los contribuyentes, para ahorrar costes y, por lo tanto, aumentar los beneficios de empresas privadas. Evidentemente, el argumento político fue el de “equiparar los servicios de las dos principales ciudades de la isla”, pero es, a todas luces, un despilfarro de proporciones mayúsculas. Además, si los almacenes de las mercancías que entran en Menorca siguen estando en Mahón, el coste de combustible de llevarlos hasta allí, en lugar de soportarlo las navieras lo asumen los transportistas, a un precio mayor y con un coste global más elevado para todos los participantes. Esto, señores, no es exactamente lo que un economista llamaría un “óptimo de Pareto”.

Y quizás esta eterna peregrinación de los transportes de mercancías de poniente a levante sea la perfecta justificación para el siguiente desaguisado: ampliar la carretera general. ¿Es una carretera saturada? No, no lo es. La diferencia global que puede suponer cruzar la isla a velocidades legales es inferior a 10 minutos a lo largo de todo el año. ¿Supone una molestia suficiente como para justificar un gasto de más de 12 millones de euros – y subiendo – solo para el tramo Mahón – Alaior? Opinen ustedes mismos, pero lo que está fuera de toda duda es que construir rotondas a doble nivel que no llevan a ninguna parte sí parece un gasto bastante inútil, desproporcionado y evitable. Y la siguiente pregunta: si algún otro iluminado gobernante futuro decide materializar la amenaza de desdoblar toda la carretera, ¿se podrán reaprovechar las infraestructuras que se están construyendo ahora o habrá que echarlas abajo y pagarlas de nuevo desde cero?

Estoy aquí enarbolando ejemplos de sobras conocidos por todos y que han sido muy polémicos, pero hay otros muchos, con temas menores, con presupuestos infinitamente más reducidos, pero que siguen un mismo patrón: malgastar recursos públicos por no hacer bien su trabajo tanto los políticos que deciden como los funcionarios encargados de redactar las bases de los concursos, que, además, debería exigir un mínimo de racionalidad a los proyectos y a las propuestas. Por ejemplo ¿tiene sentido gastar más de 40.000 € de dinero público en una web para imprimir descuentos en restaurantes? Esto se hace ya con mucho mejor resultado por parte de empresas privadas que, además, consiguen con ello beneficios que les garantizan su continuidad. ¿O gastar más de 100.000 € en un sistema informativo sobre el camí de cavalls que, debido a la tecnología elegida, cubre algo menos del 2% del recorrido total del mismo? Con una décima parte del presupuesto se podría haber cubierto el 100% con la tecnología adecuada. ¿A quién hay que pedirle cuentas?

¿Cuántas de estas iniciativas, arrancadas por gobiernos de uno u otro color, han sido desmanteladas o han caído en desuso? ¿Cuántas han supuesto intentos de suplantar con buenas intenciones algo que debería hacer y de hecho hace el sector privado? ¿O cómo explicar la extraña cooperación entre gobierno local y autonómico con el todopoderoso lobby hotelero, que impone su ley por encima del interés público de la ciudadanía? Prefiero no seguir, el listado, como decía antes, es inacabable.

El problema, por desgracia, no es específico de nuestra isla: es una problemática global que, por la falta de preparación de nuestros políticos y la insuficiencia normativa en cuanto a la fiscalización real de su gestión en términos de resultado, se hace especialmente grave en nuestro país. De lo que se trata es de que la ciudadanía conmine a sus gobernantes desde ya mismo a que promulguen leyes que les hagan responsables de su gestión, tal y como se exige en cualquier otro ámbito de actividad en este país. ¿Muy ambicioso? Probablemente sí, pero también muy razonable.