Esclavos de nuestras palabras

Un politicastro local, más valorado por sus ausencias que por su presencia, parafraseaba a Aristóteles diciendo que “en política, el hombre es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios”. Recuerdo estos días especialmente la frase, atendiendo al desenlace del caso de Guillermo Zapata, que ha dimitido como edil de cultura del Ayuntamiento de Madrid – aunque no haya renunciado a su acta como concejal – tras salir a la luz unos desafortunados comentarios realizados por él en Twitter hace cuatro años.

¿Estoy de acuerdo con sus comentarios? No especialmente. ¿Me parece bien que haya sido forzado a dimitir por ello? Rotundamente no. Guillermo hizo unos comentarios de muy mal gusto, dentro de un contexto dado, que ahora desconocemos, hace cuatro años. Como a todos, en un arrebato verbal, se le calentó la boca y la palabra adelantó por la derecha al pensamiento. ¿Le convierte eso en un gilipollas? Probablemente sí, pero como no tengo el placer de conocerle en persona, preferiría no adelantar conclusiones.

Estas líneas son, sin embargo, para expresar todo mi apoyo a este señor al que, como digo, no conozco, y con cuyas ideas, probablemente, no coincido. Lo que no puedo aceptar de ninguna manera es esta terrible mordaza del pensamiento único, del pensamiento vago, en el que aceptamos consignas y suprimimos nuestro propio criterio personal a favor de una difusa presión de grupo. Esta miedocracia que nos fuerza a todos a no poder decir en público y en voz alta lo que pensamos, sin más, es la peor mordaza a la razón, a la libertad y al propio pensamiento. ¿A santo de qué tenemos que renunciar a quienes somos y a lo que pensamos por el sencillo motivo de que a otros podría no gustarles? El argumento es, en sí mismo, ridículo y repugnante desde el punto de vista intelectual, pero muy efectivo, tal y como atestiguan las noticias.

Guillermo Zapata se equivocó al bromear con temas sensibles en un medio de difusión público como Twitter, aunque era un ejercicio lícito de su libertad de expresión, por el que hoy ha pagado un precio altísimo: renunciar a sus responsabilidades políticas al frente de la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Madrid. Sin embargo, los estigmas de antisemita y proterrorista le acompañarán de por vida, haga lo que haga, y se lo tendrán en cuenta vaya donde vaya, aunque no sean verdad.

Este “afán de agradar” que tenemos los humanos responde a uno de nuestros instintos más básicos, el de socialización, que nos empuja a identificarnos con un grupo y desarrollar sentimientos de pertenencia al mismo. Hasta aquí, todo correcto. Hay personas más sensibles a este influjo y otras bastante menos, trazándose aquí la tenue frontera entre la cortesía y la hipocresía, entre la educación y la adulación. El problema sucede cuando existen medios de comunicación masivos que ejercen de memoria colectiva de la sociedad, sin posibilidad alguna de olvido, enmienda o redención, y que en la práctica sirven para fijar el único pensamiento válido, lo “políticamente correcto”, un aburrido sopicaldo de ideas manidas, sobadas, sin vida y que utilizamos curiosamente como guía de conducta. Y los medios de comunicación disfrutan haciéndose eco de estas metanoticias con las que se puede linchar de una forma tan fácil a una persona, independientemente de la realidad de las acusaciones. Asimetrías, sesgos, necesidad de generar noticias donde no las hay, etc.

Quizás sea yo el gilipollas, o simplemente un idealista o a lo mejor soy terriblemente ingenuo, pero no puedo aceptar de ninguna manera que pensar y opinar sean delitos dentro de una sociedad democrática, que es lo que parecen si atendemos a las consecuencias que generan. Muchos colegas de oficio del Sr. Zapata han hecho presuntamente cosas muchísimo peores, contrarias a la ley y a la moralidad, y no han dimitido. Aquí no dimite nadie, y menos por esta pecata minuta, lo cual reafirma mi idea de que Guillermo, a quien insisto, no conozco, es una persona cabal, íntegra y, como el que aquí firma estas líneas, también gilipollas sin remedio. Cada vez me cae más simpático este señor, francamente.

No podemos llamar democrática a una sociedad en la que es requisito imprescindible mentir siempre que opinemos públicamente. Si esto es lo que nos exigimos a nosotros mismos, si es el yugo del pensamiento único que voluntariamente nos hemos uncido lo que rige nuestra vida pública, no podemos después quejarnos de que nuestros políticos nos mientan: mentimos nosotros cada día por el miedo a que nuestros congéneres descubran que lo que pensamos no se ajusta al canon, nos negamos una y mil veces a nosotros mismos por el privilegio de llevarnos bien con otras tantas personas que también nos mienten y se mienten a sí mismas para defender unas ideas en las que, muy probablemente, tampoco crean: es la mayor de las tramoyas.

El Sr. Guillermo Zapata no ha sido el primero ni será el último de los nuevos mártires digitales, linchados por verter comentarios desafortunados con ligereza en redes sociales de memoria infalible. ¿Estamos todos seguros de no haber hecho jamás un comentario desafortunado? ¿No hemos metido nunca la pata? ¿No hemos contado nunca un chiste sexista, racista, homófobo, xenófobo o basado en los prejuicios? ¿De verdad que no nos hemos reído ni una vez cuando nos han contado uno? Quizás hemos tenido la suerte de hacerlo en el mundo real, con pocos testigos fiables, y no ocupar un cargo público. Pero esto no debería ser relevante ¿o sí? ¿Hay alguna diferencia?

A los que acatan el pensamiento único, a los que reclaman con vehemencia la cabeza de Zapata en una bandeja de plata, solo puedo decirles aquello de que «el que esté libre de culpa, que tire la primera piedra».

Invito desde aquí a todos los otros gilipollas que, como Guillermo y como yo mismo, no dejan de pensar y opinar libremente, a que lo sigan haciendo, en voz alta y clara, utilizando cuantos medios tengan a su disposición para hacerse oír. Y sí, nos equivocaremos. Pero es mejor equivocarse de vez en cuando y pedir perdón por ello que mentir por sistema. La auténtica libertad va de la mano de la verdad y, por ello, no puede ser jamás súbdita de la mentira.

Adenda:

Por lo que me cuentan, parece ser que en realidad el Sr. Zapata estaba realizando un ejercicio de exploración de los límites de la libertad de expresión, motivado por el linchamiento mediático al que fue sometido el cineasta Nacho Vigalondo tras unos comentarios humorísticos de éste en Twitter, que desembocaron en la cancelación de diversos proyectos, entre ellos, una colaboración con el diario «El País». De nuevo, una broma de gusto dudoso dio pie a aplicarle al director de cine el epíteto de antisemita y condenarlo por ello al ostracismo una larga temporada. Por lo tanto, el apoyo que prestó – aunque fuera de una forma un poco más gráfica y burda de lo que sería recomendable, no lo neguemos – el Sr. Zapata al Sr. Vigalondo en defensa de la libertad de expresión es lo que ahora, cuatro años después, le ha costado su recién estrenado cargo. Considero que este hecho merecía ser explicado como adenda a mi publicación y que, de hecho, no hace sino reafirmar la tesis: vivimos bajo una dictadura ideológica de la que todos somos en parte responsables.