De carreras y corredores

Corredor

Escribo este artículo en un avión, volando de regreso a Menorca, después de un ejercicio voluntario de sufrimiento: la maratón de Madrid. No diré sufrimiento gratuito, porque hay que pagar y no poco para tener el placer de correr 42.195 metros. Tras poco más de cuatro horas de esfuerzo, sol intenso, algún calambre, cuestas sin fin, siete botellines de agua, cinco geles energéticos y tres cápsulas de sales minerales, he conseguido llegar a meta, prometiéndome que no volvería a hacer nada así e igualmente convencido de que rompería mi promesa a la primera oportunidad.

Y me pregunto: ¿porqué nos gusta sufrir de esta forma? Salir a correr, antes llamado footing o jogging y ahora ascendido la superior categoría de running consiste básicamente en pagar por hacer una de las pocas cosas que son gratuitas: ir a pie, pero rápido. Y, sin embargo, es una afición (o disciplina, si prefieren un término más elegante) con cada vez más adeptos. Y no, no digo aficionados o practicantes, digo adeptos y sé perfectamente porqué lo digo. No se trata ya de ir desde el punto A hasta el punto B tan rápido como uno pueda y darse por satisfecho con ello. Al contrario: parte de la diversión consiste en que invade otros muchos aspectos vitales: la alimentación, el descanso, el resto de actividad física, la indumentaria… Y cada uno de estos apartados es objeto de opiniones, coincidentes unas, encontradas otras, en las que cada gurú defiende su tesis. Marcas caras, complementos técnicos premium sorprendentemente parecidos a los de toda la vida, zapatillas que cuestan cifras disparatadas de dinero en busca de la mejora prometida, del segundo robado, de la zancada más cómoda, más larga, más rápida.

La pregunta se mantiene en el aire: ¿qué es lo que hace la carrera una especie de adicción imparable? ¿porqué ser corredor ya no es una afición, sino una devoción que atrae a sus acólitos en una espiral de electrolitos, geles glucosados y prendas de licra de colores chillones?

Como observador poco imparcial en este caso, se me ocurren varias explicaciones diversas. Adelantaré las hipótesis que manejo, por si alguna de ellas llega a dar en el clavo.

La más obvia, el sentimiento de pertenencia. Pertenencia a un colectivo amplio pero especial, con intereses compartidos y que genera una especie de hermanamiento automático con el resto de acólitos del running. Incluso yo mismo, la persona menos gregaria que conozco, casi misántropa y enemiga de cualquier acumulación de gente y ruido, me he descubierto esta mañana conversando informalmente con otros runners en el desayuno o felicitando a otros finishers con los que he cruzado la línea de meta: ¡enhorabuena, campeón!

Esta pertenencia se refuerza gracias a distintos códigos. Uno de los más evidentes, el código de lenguaje, una jerga propia que pocos no iniciados pueden entender. Mis eventuales compañeros de desayuno, por ejemplo, se quejaban de molestias en los «isquios», mientras yo les preguntaba sobre su «ritmo». Y estas son de las fáciles. Lo términos se acumulan: electrolitos, geles, plantillas, finisher, trail, ultra, zonas, intervalos, chip, Strava, Garmin, camiseta técnica… Otro código importante es el de etiqueta: mientras recogía mi dorsal para la carrera en IFEMA, rodeado por miles de corredores y acompañantes, hice una observación de campo muy llamativa. Era el único de los presentes que no llevaba zapatillas de deporte. Había gente en chándal o ropa deportiva y otros que iban con atuendos más casual, vaqueros, chinos, faldas. Pero todos llevaban sus zapatillas de deporte.

La pertenencia, como digo, produce este hermanamiento —cuestión compartida en casi cualquier deporte— y, además, proporciona un propósito. Ciertamente no es un gran propósito vital: no vamos a curar el cáncer, colonizar Marte o solucionar los problemas que amenazan la humanidad. Pero sí que suple un vacío que quizás otras cosas no consiguen colmar. En ese sentido, bienvenidas sean las carreras si, por el módico precio moral de vestir colores chillones, ayudan a mejorar nuestra salud mental.

Como toda religión —y el running se acerca peligrosamente a este nivel de entrega espiritual y aceptación acrítica— cuenta con ritos y sacramentos muy específicos. Soy apenas un novicio y no manejo aún todos los arcanos ni conozco todos los rituales, pero los estoy aprendiendo. Uno de los que practico en cada carrera es el de la preparación de todo el equipo. El día antes de la carrera, sobre la cama, una silla o una mesa, hay que depositar todos los elementos necesarios (o no) de forma ordenada y visualmente atractiva: pantalón y camiseta —si puede ser, la de la carrera en cuestión—; calcetines —compresores, por si acaso—; el dorsal y el chip, para que se monitorice nuestro avance; los geles, las sales, la vaselina, la crema para los músculos doloridos, el protector solar; el cinturón o mochila donde guardar todo esto, junto con el agua; el móvil, los auriculares; la bolsa para el guardarropa con ropa limpia y seca, toalla, geles de ducha; la gorra, bandana, manguitos, braga, visera o lo que se tercie… Y, con todo esto artísticamente colocado, la foto casual que colgar en Instagram para pescar «me gustas» y comentarios (de otros corredores, principalmente). Existen otros ritos que no practico: entrenamientos en grupo, clubs que salen periódicamente a correr; seguir influencersrunners en redes sociales e interactuar con ellos; estar al día de lo que sucede en el mundillo; coleccionar medallas de finisher como Thanos reuniendo las gemas del infinito; tener un entrenador personal; ir también al gimnasio, como si correr no fuera suficiente actividad física; crear un blog o un podcast; recomendar encarecidamente los productos que sí nos funcionan… las liturgias son inacabables y cambiantes. La teología del running es ya inabarcable.

Pero este sentido de pertenencia igual no explica por sí solo la pujanza de esta afición. Y ahí es donde resulta necesario hacer un análisis psicológico más fino: hacer carreras, para la mayoría de los mortales, no se entiende como algo competitivo, sino participativo. Esta diferencia sutil puede que sea la clave de su magia: lo importante no es ganar, sino participar. Y, aunque suene a topicazo, aquí no lo es. De lo que se trata es de llegar a meta, de ser finisher. Todos tenemos atributos diferentes: más altos o más bajos, más delgados o más corpulentos; más rápidos o más lentos; más jóvenes o más viejos… Pero aquí no se compite con los demás, sino, en todo caso, con uno mismo, buscando mejorar en todo caso la propia marca, aunque en muchos casos ni eso es importante: llegar y disfrutar de la experiencia. Creo que, a diferencia de otros muchos ámbitos de la vida que son de perpetua competición aunque no lo parezcan, en las carreras, que son por definición competitivas, este aspecto pasa a ser, si no irrelevante, al menos sí que muy secundario.

Existe una tercera explicación, no contrapuesta, sino complementaria a las dos anteriores, que es la catarsis que provoca. Catarsis, según el diccionario, tiene varias acepciones y se refiere en origen al efecto purificador que tenían las tragedias griegas sobre su público. En sentido más generalizado, se refiere a este efecto de liberación que proviene de una experiencia vital. En el caso de las carreras de larga distancia, el sufrimiento físico que producen tiene una doble virtud:  nos endurece frente al sufrimiento, haciéndonos más resilientes al dolor físico y aportándonos voluntad a nivel mental, y, a la vez, cuando se acaba la carrera, acaban con ella estas penalidades, produciendo un estado de elevación, de felicidad (o algo parecido), un éxtasis que sustituye al padecimiento. Los que saben como funcionan las recetas químicas que rigen nuestras vidas, hablan de dopamina —la hormona de la felicidad— a la que es muy fácil hacerse adictos. Salir a correr tiene como efecto este subidón de dopamina, un chute que nos alegra, además de los obvios beneficios físicos que tiene cualquier ejercicio físico, moderado y practicado con moderación —que no suele ser el caso cuando uno opta por ir correteando de maratón en maratón—.

En definitiva, parece que salir a correr nos aporta algunas cosas que no son fáciles de conseguir en otras facetas de nuestra vida en este mundo moderno. Otras muchas disciplinas físicas comparten bastantes de estas características, como por ejemplo, el ciclismo, que es probablemente la única que supera al running en cuanto a colores chillones, aunque también es cierto que van más rápidos… Quizás haya una correlación aquí.

Lo que está claro es que salir a correr nos permite ser un moderno Sísifo: cargamos una pesada piedra (en sentido figurado) montaña arriba para, una vez que llegamos a meta o completamos el entrenamiento, permitir que ruede ladera abajo para poder así, subirla de nuevo el próximo día. Por lo que sea funciona. Y sí, sienta bien. Y sí, engancha. Les pido por tanto que sean comprensivos con los runners si se cruzan con ellos: podría haberles pasado a ustedes. Y todavía están a tiempo de que les suceda.

Publicado en la revista Ciutadella de Franc de mayo de 2025.