La futbolización del todo

Llevo un cierto tiempo queriendo hablar sobre este tema, aunque no me he decidido hasta ahora porque no sabía muy bien cómo plantearlo para no ofender a nadie. Tras una larga reflexión, he decidido que si alguien se ofende al leer este artículo será, básicamente, su problema y no el mío.

Cuando hablo de futbolizar no me refiero a que el fútbol se introduzca en todos los ámbitos de la vida en un imparable proceso de colonización cultural. Hace tiempo que esto es así, aunque no creo que, salvo por desplazamiento de otros temas más interesantes, esto sea realmente preocupante. Al final, el fútbol, como en otros países otros deportes, es entretenimiento, proporciona temas de conversación y actúa, además, como una cierta válvula de escape psicológica para muchas personas.

No quiero que se me malinterprete: nunca he sido aficionado al fútbol. Me desnudo psicológicamente ante el lector y reconozco que lo mal que se me daba de niño no ayudó a que desarrollara el aprecio necesario hacia todo lo que supone el «deporte rey».

Mi cultura futbolística es, por tanto, deficiente y limitada. No me tomo ya ni la molestia de fingir que sé algo al respecto o que me interesa un poco la actualidad del deporte —en otros tiempos sí que lo hice—, y soy de los que se saltan con alegría las secciones deportivas de periódicos e informativos. Es un fallo de carácter que no consigo remediar.

Sin embargo, con el neologismo futbolización me refiero a un fenómeno algo más complejo y peligroso. A ver si soy capaz de explicarlo con claridad y sin extenderme demasiado. Como decía antes, el fútbol (o cualquier otro deporte mayoritario) actúa como válvula de escape a varios niveles. Cuando uno es aficionado de un club, sabe que le toca defenderlo, disfrutar de sus victorias y sobrellevar sus derrotas. Los éxitos de un club son, de alguna forma, también éxitos de los aficionados, y por eso precisamente es totalmente lícito, en este contexto, ser acrítico y no necesitar de la pesada carga de la razón. Se puede así insultar al equipo contrario sin tapujos, gritar a la hinchada y mentarle a la madre a cualquiera por el simple motivo de ser partidario de otro club. Insultantes e insultados, en papeles perfectamente intercambiables, entienden que también esto, aunque no esté especialmente bien, es parte del juego. Es, de alguna forma, parte del fenómeno y cumple un importante papel de catarsis del individuo en una sociedad que cada vez le deja un papel más reducido.

El fútbol, de alguna forma, da sentido porque proporciona además un sentimiento de pertenencia, de hermanamiento con algo más grande y compartido, como es el club. Si alguien lleva una camiseta de nuestro mismo equipo es fácil que le saludemos y que hablemos con él, pese a no conocerle de nada. Esto es magia pura y aporta mucha adrenalina y emociones, así que entiendo perfectamente que tenga un papel importante en las vidas de muchas personas. No solo es totalmente lícito, sino que, además, probablemente sea muy necesario disponer de esos espacios.

Lo que me preocupa —y a eso me refiero con futbolización— es que estas actitudes digamos relajadas hacia el uso de la razón y del respeto mutuo, se han trasladado a otros muchos ámbitos de la vida. En casi cualquier tema estamos cada vez más obligados a tomar partido y posicionarnos, es decir, a elegir club queramos o no. Y una vez que somos miembros del club, nos toca saltar a la yugular de los que son del equipo contrario. En cualquier tema. El problema es que, para hacerlo, además, no hacen falta datos o argumentos, sino simplemente opiniones. Esas opiniones bastan para justificar lo que hacemos y denostar lo que hacen o dicen los que no comulgan con nosotros.

Entiendo que, en cierta forma, esto ha sido siempre así y que, de hecho, el fútbol ha podido actuar para algunos como aliviadero de esta necesidad de conflicto y enfrentamiento. A falta de guerras, el enfrentamiento que supone un partido de fútbol actúa como catalizador de unas emociones que llevamos ahí, listas para saltar a la menor oportunidad, cocinadas a fuego lento por un largo proceso evolutivo.

Quizás siempre hemos sido un poco fanáticos, quizás siempre hemos sido un poco tozudos, quizás nos guste de toda la vida una buena bronca, pero se hace difícil convivir cuando cualquier tema provoca virulentas muestras de hooliganismo. Reconozco que me agota este clima de confrontación continuada. Seguramente no es en realidad tan grave en el mundo real, aunque en las redes sociales se magnifica y prolifera.

Por mi parte, me niego a aceptar como normal que gente que no me conoce se permita insultarme con virulencia en redes por haber manifestado alguna opinión contraria a su propio sistema de creencias. Y me resulta todavía más sorprendente que, habiéndose autoinvitado ellos a la conversación, en la que participan ofreciendo desprecio y malos modos, cualquier intento de aportar nuevos datos o reflexiones resulte en un recrudecimiento aún mayor de esos insultos.

Sabemos desde que tenemos acceso a Internet que la regla de oro es no alimentar a los trolls (do not feed the troll) y aún así, no hacemos caso. Entramos a trapo en cualquier debate, dándolo todo y lanzando  también lo que tengamos a mano. No se trata ya de rebatir los argumentos del contrario, que puede tener una opinión divergente, sino de destruirle a él para asegurarse de que sus argumentos no sean escuchados por nadie más.

Nos sorprende, además, que aportando buenos argumentos, sigan llevándonos la contraria. ¡Son datos objetivos! ¿Y qué más dará? Siguiendo con la metáfora del fútbol, ahora se dispone del VAR para analizar las jugadas más controvertidas y complementar así lo que debe decidir el árbitro, y, sin embargo, las discusiones son cada vez más agrias y enconadas: «tocó el balón y se ve clarísimo», «no, ni siquiera lo rozó». Y está todo grabado en video, en altísima resolución y a cámara lenta. No parece que sea en absoluto opinable, pero ni por esas: seguimos discutiendo y añadimos más puntos a la lista de agravios.

En las redes, todo se magnifica y se pierde cualquier tipo de empatía hacia el prójimo. El anonimato se convierte en catalizador de lo peor que llevamos dentro y arremetemos sin ningún rubor: vamos a hacer daño. No nos vale otra cosa que no sea la absoluta erradicación del contrario.

Esta futbolización —y pido de nuevo disculpas a los buenos aficionados— se da en ámbitos de lo más variopinto, aunque donde llega a su punto más álgido es en las discusiones políticas. Como casi todo es política, el enfrentamiento se desplaza a múltiples campos de batalla: el gluten, las vacunas, los inmigrantes, la corrupción, la DANA, la paella, la tortilla, la vivienda, el turismo… Cualquier tema sirve para salir a la palestra y partirnos la cara con quien quiera que se atreva a tener una opinión que no coincida con la nuestra.

Lo peor no es que esto suceda. Lo peor es que lo hemos normalizado y damos por bueno que esto es y será así. Y lo que no debería ser una sorpresa para nadie es que toda esta violencia virtual, verbal, remota y anónima puede, con una pequeña chispa, estallar en violencia física, real, tangible, como desgraciadamente pasa también en el fútbol. No hay en la vida un silbato que, tras noventa minutos de partido, nos mande a todos al vestuario a ducharnos, cambiarnos y descansar. Procuremos, por lo tanto, que nuestra conducta en el día a día, física o virtual, no sea merecedora de tarjeta. Dejemos, entre todos, esta confrontación creciente en fuera de juego.

Publicado en la revista Ciutadella de Franc de abril de 2025.