De civilizaciones y humanidades

Niño de Nagasaki

«The optimist thinks this is the best of all possible worlds. The pessimist fears it is true
— J. Robert Oppenheimer

Se ha puesto de moda recordar las palabras de la antropóloga estadounidense Margaret Mead, a la que preguntaron en una conferencia cuál era, en su opinión, la primera evidencia de la civilización. En lugar de referirse a grandes descubrimientos, como el fuego, la rueda o la agricultura, la doctora Mead habló del hallazgo de unos restos humanos de hace más de 15.000 años en los que se observaba una fractura de fémur curada. Su explicación fue muy sencilla: cuando un animal se rompe una extremidad está condenado a morir. No puede moverse, no puede alimentarse, no puede huir ni defenderse de sus depredadores. Un hueso curado nos cuenta la historia de un grupo atendiendo, cuidando y protegiendo a uno de sus miembros, incapacitado sí, pero salvado por la solidaridad de sus iguales. Ese gesto, esa unión, es lo que, en opinión de la doctora Mead, acredita el nacimiento de la civilización más allá de cualquier progreso o desarrollo tecnológico.

Poco importa en esta anécdota que Mead no se refiriese a un hallazgo concreto, sino a lo que podríamos considerar más bien un experimento mental. La conclusión es evidente y, como decía, esta historia ha adquirido popularidad, sucesivamente viralizada en las redes sociales por distintos gurúes, influencers y políticos.

Doy por buena la propuesta de Margaret Mead, pero creo que se detiene únicamente en lo que consideramos la parte más positiva y hermosa de la humanidad. Es una bella historia, sin duda, y muy inspiradora, aunque no recoge otras cuestiones intrínsecamente unidas a lo que es, en su conjunto, la humanidad.

Frente a esta historia de compasión, empatía, solidaridad y, si me lo permiten, de humanidad, existen otras muchas evidencias, muy anteriores incluso, de violencia, de guerra, de exterminio. Mientras los animales matan para alimentarse o defenderse, todas las especies humanas han demostrado ser capaces de matar por otros muchos propósitos. Tiene, al parecer, mucho sentido a nivel evolutivo, de acuerdo con lo que dicen los especialistas: el genocidio de otras especies, de otros grupos, garantiza la supervivencia de la especie y el grupo propios.

Como ejemplo más dramático de esto, la desaparición de la otra especie de sapiens, los neandertales, sí que es responsabilidad directa de la nuestra, los sapiens sapiens, o hombres de Cromañón. Les dimos caza por todo el planeta hasta acabar con ellos, salvo algunos intercambios genéticos esporádicos, de los que habla aún nuestro genoma. No eran peores ni mejores que nosotros, simplemente eran diferentes. De hecho, tenían una mayor capacidad craneal, métrica en ocasiones vinculada a la inteligencia, y desarrollaron sin duda su propia cultura y creencias. Quizás eran menos territoriales y belicosos que nosotros, menos agresivos, y esa fue su perdición.

Por eso, más que buscar cuál es el origen de la civilización, de la humanidad en sí misma, quizás sea más importante tratar de describirla, y hacerlo de una forma en que queden claras tanto sus luces como sus sombras, en una gama de grises que destaque sus mayores logros y sus virtudes, así como también sus miserias.

Y tengo que decir que, para mí, el mejor resumen que he encontrado de la humanidad es la imagen que acompaña a este artículo, junto con su contexto e historia.

Es una instantánea tomada a principios de octubre de 1945 en Nagasaki por el fotógrafo estadounidense Joe O’Donell. El contexto lo es todo aquí. A simple vista, se ve a un niño de unos diez años que carga a su espalda con otro niño más pequeño, aparentemente dormido.

O’Donell explica que la tomó en uno de los grandes crematorios públicos que pusieron en marcha los japoneses tras la explosión de la segunda bomba atómica, Fat Man, lanzada por el bombardero Bockscar el 9 de agosto de 1945.

Con esta información podemos entender mejor la imagen y captar todos sus detalles, todos sus matices: el niño, descalzo, lleva a la espalda a su hermano muerto y guarda su lugar para que los operarios del crematorio se hagan cargo de los restos, entregando por fin el cuerpo a las llamas. Se explica así la incómoda correa, convertida en arnés improvisado, y podemos por fin ver las lágrimas del niño abriendo surcos en la suciedad que cubre su rostro, pero que no doblegan su determinación, su gesto severo, mordiéndose el labio, de quien está cumpliendo con el más ingrato de los deberes: acompañar por última vez a su hermano pequeño.

Enfocando aún más los detalles —y se necesita aquí un ojo clínico—, se observa la incómoda posición corporal, e incluso, sobre el labio, restos de lo que podría ser sangre: el esforzado hermano mayor también sufre de envenenamiento por radiación. Ha recibido una dosis letal. El hecho de que no les acompañe ningún adulto nos da otra pista: probablemente los hermanos enfermaron buscando a sus padres entre los escombros radiactivos de lo que fue la ciudad, quizás vaporizados instantáneamente, quizás sepultados por los derribos.

No sabremos nunca quién fue ese niño, ese héroe anónimo, esa víctima inocente. En 2020 se estrenó un documental en la NHK para tratar de averiguar algo más, pero no, no queda de él más que esta fotografía, que atestigua y recuerda su valor.

Para mí, esta imagen es el epítome perfecto de lo que es la humanidad: nuestra inteligencia, nuestra curiosidad y nuestro conocimiento nos han permitido acceder al mundo invisible de los átomos y doblegar a nuestro antojo sus energías. Nuestro ingenio y nuestra crueldad han hecho posible convertir esas fuerzas invisibles en armas y utilizarlas, sin escrúpulos, contra nosotros mismos, incluso contra niños indefensos. Nuestra empatía, nuestro amor, nuestra esperanza son esos hermanos vagando durante semanas por la ciudad destruida, suspendida entre el polvo letal, buscando a sus padres, pasando hambre, enfermos, y cuidando el uno del otro. Nuestro valor, nuestra entereza, nuestra fuerza, son ese hermano mayor cargando con el cuerpo del pequeño, sabiendo que todo está perdido, pero haciendo, igualmente, lo que es correcto, lo que debe hacerse. Nuestra piedad, nuestra humanidad, son las lágrimas que se asoman a nuestros ojos mientras miramos esa imagen y entendemos todo lo que se oculta tras ella.

Todo lo hermoso, todo lo noble, pero también, todo lo terrible y todo lo cruel, confluyen en lo que es la humanidad. Como especie somos, a la vez, todo esto. Como individuos, probablemente, también. Pero nos corresponde elegir a cada uno qué parte de esta humanidad queremos reclamar como propia, en cuáles de todos esos aspectos queremos crecer como personas. Es, quizá, la decisión más importante que cada uno de nosotros debe tomar ante la vida.